Plumas y garras
Esta impecable traducción de El halcón peregrino, de Glenway Wescott -así como su reciente redescubrimiento en inglés por la exquisita editorial de The New York Review of Books-, constituye una buena y una mala noticia. Buena, porque se trata de una obra maestra secreta a la que ahora el lector vuelve a tener acceso o captura por primera vez. Mala, porque pone en evidencia la cantidad de aves de las que tal vez jamás podremos admirar su agudeza de visión y su letal elegancia. En cualquier caso, más vale halcón en mano que cien volando.
Definida por Susan Sontag como "una de las grandes novelas americanas del siglo" y enjaulada por el autor de Las horas y aquí prologuista Michael Cunningham junto a El buen soldado de Ford, El gran Gatsby de Fitzgerald y Los papeles de Aspern de James (cabría agregar a El genio y la diosa de Huxley) a la hora de pequeñas inmensas novelas sobre la ambigüedad de la voz narradora, El halcón peregrino se posa por fin a nuestro lado y no conviene demorar su lectura.
EL HALCÓN PEREGRINO
Glenway Wescott
Prólogo de Michael Cunningham
Traducción de Toni Hill
Lumen. Barcelona, 2004
136 páginas. 14 euros
El halcón peregrino es, sí, una de esas novelas supuestamente "de cámara" que en realidad poco y nada disimulan sus intenciones sinfónicas. Aquí, una tarde de verano a final de los años veinte, en el château de la norteamericana Alexandra Henry, se cruzan, se funden y se repelen en un minué bucólico gente de dinero (el fatuo matrimonio de los irlandeses Larry y Madeleine Cullen) y sirvientes (el chofer de los Cullen y los criados de Alexandra), presas de la mirada del inevitable testigo privilegiado: el también americano Alwyn Tower es el personaje/relator muy en plan Maugham en El filo de la navaja. Un transparente y turbio álter ego de Wescott, potenciado por intenciones y modales inequívocamente jamesianos -con una decisiva pizca del tempo teatral de Chéjov y la aforística de salón de Wilde- a la hora de volver a plantear el tan cordial como ponzoñoso eterno duelo entre los nativos del Nuevo y el Viejo Mundo y el inmemorial odio protocolar entre amos y siervos. Por encima de todos ellos vuela un halcón -un falco peregrinus, capricho de la adinerada Madeleine Cullen- que simboliza tanto la juventud perdida como la decadencia encontrada o, tal vez, simplemente, la nobleza animal tan lejana a las miserias humanas "surcando el cielo como una mano angelical". La potencia real y metafórica de este ave solitaria y singular -que, se nos informa, nunca olvida que alguna vez fue libre, jamás se reproduce en cautiverio, y se deja morir de hambre al llegar el crepúsculo de su talento para la caza- es la que ejerce sobre Tower "una fascinación tal que conseguía desdibujar el resto de la escena" y así "en el mismo instante en que el aburrimiento empezaba a apoderarse de mí, una solemne mirada a esos ojos de poseso me ayudaba a dejar de escuchar y a concentrarme en mí mismo o para mí mismo".
Sin embargo, lo que entonces escuchó Tower y recuerda más de diez años después -las suaves plumas y las afiladas garras de esa tarde de verano destiladas por su concentración- constituye la materia de esta miniatura desbordante de detalles revelando hasta la última página algún nuevo detalle a contraluz, alguna faceta inesperada y sorprendente. Y, por supuesto, al caer el sol, agotados los cócteles y superada cierta patética violencia, todo y todos -hasta el noble halcón prisionero y quizá pervertido "gradualmente por parte de nuestra vergonzosa humanidad", teoriza Tower- han cambiado para siempre. Todos han comprendido que "cuando el amor te ha dado satisfacciones descubres que gran parte del resto de tu vida es sólo el pago por ellas
En algún momento de El halcón peregrino alguien cita "sólo un halcón como individuo es esclavo; la especie es libre" y alguien retruca "entonces sucede al revés que en la especie humana. Somos esclavos como masa, ¿no es así? Sólo el individuo puede aspirar a liberarse a sí mismo... El hombre que realmente ama la libertad es una excepción".
De semejantes verdades -de tales imposibilidades; del descubrimiento definitivo de que "todos terminamos domesticados"- trata esta obra maestra que ahora, por fin, vuelve a desplegar sus alas.
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