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Tribuna:Aproximaciones | SAUL BELLOW, EL DERECHO A ESCRIBIR
Tribuna
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Creador de un lenguaje

SAUL BELLOW escribió dos delgadas novelas más bien morbosas, Dangling Man y La víctima, en las que evidentemente se envío a sí mismo el mensaje: no te desviarás mucho de Kafka. Luego, en 1953, Las aventuras de Augie March irrumpieron en la escena. Yo era una estudiante, con la esperanza de convertirme en escritora, pero sin la menor idea de cómo conseguirlo. En la Universidad de Columbia estaban de moda el relato corto y la novela perfectamente elaborados; nos enseñaban a leer novelas bien hechas, como La edad de la

inocencia, de Edith Wharton, y novelas británicas, donde sucedían cosas malas cerca de la casa del cura. Los escritores de la generación beat, aunque se codeaban entre sí, no se dieron a conocer al gran público hasta finales de los años cincuenta; el cine aún se encontraba en la fase de fantasía de Cary Grant y Grace Kelly; no había versiones de Woody Allen reconocibles al instante del modo en que vivíamos hasta finales de los años setenta. Philip Rahv, uno de los editores de Partisan Review y amigote de Bellow, dijo sarcásticamente que la literatura estadounidense se encontraba dividida entre pieles rojas y rostros pálidos. Los pieles rojas valoraban más las experiencias vitales: eran los herederos de Stendhal, Mark Twain y los independientes. Los rostros pálidos valoraban más las metáforas literarias: sus dioses eran T. S. Eliot y Henry James; se desviaban hacia lo precioso, y eran un pelín beatos.

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Yo buscaba un tono más íntimo, y el tempo dinámico y sin ataduras de la novela autobiográfica en primera persona me llamaba la atención (el uso de la primera persona era considerado como no bueno en el apolillado departamento de Literatura Inglesa de la Universidad de Columbia). Mucho más tarde, cuando tuve la oportunidad de conocer a Saul Bellow en Chicago a principios de los años sesenta, destacó lo extraño que resultaba que los escritores de ficción de Estados Unidos estuvieran influidos por los escritores del Viejo Continente -por ejemplo, los escritores franceses y rusos del siglo XIX y, en el caso de Bellow, también Cervantes- mientras que los críticos literarios estadounidenses tomaban como modelo a Inglaterra. En cualquier caso, rebelándome contra las ideas de los académicos de Columbia, me tragué de un tirón El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger; El hombre

invisible, de Ralph Ellison, y Bajo el volcán, de Malcolm Lowry. Me aprendí de memoria las primeras líneas de Viaje al fin de la noche, apartando de un empujón mi conocimiento de que Céline había sido un virulento fascista antisemita: "Todo comenzó simplemente así. Yo no había dicho nada. No había dicho ni una palabra. Fue Arthur Ganate quien me hizo empezar". En aquella misma época leí Augie. Y entonces, ¡zas, bum! Se presentó Augie, hecho y derecho y lleno de vida, con sus memorables primeras líneas: "Soy un estadounidense. Nacido en Chicago -Chicago, esa ciudad sombría- e intento hacer las cosas tal y como me he enseñado a mí mismo, estilo libre, y dejaré constancia de ello a mi manera...".

La novela me dejó anonadada. Sin Bellow, los imaginativos saltos que Roth ha dado podrían haber sido mucho más difíciles de conseguir: primero fue Bellow, después Roth. En un artículo de The New Yorker de hace varios años, Roth observaba que el destino de Augie está menos vinculado a la supuesta suposición de que el personaje es el destino que al choque con los otros. Es cierto que Bellow escribió Augie en la posguerra inmediata, cuando cataclismos como Hitler, el Holocausto, el Gulag, la Guerra Civil española -todos los sangrientos terrores del siglo XX- acababan de suceder; ya no podía suponerse, como se hacía durante los resolutos días de la revolución industrial victoriana, que bastaba con un buen carácter.

Bellow ciertamente creó un excitante nuevo lenguaje con su boyante híbrido judeoestadounidense Augie March, cuya manera de hablar estallaba en una fusión de culturas alta y baja, en un instante era Heráclito, y al siguiente, Fred Astaire. En una de nuestras muchas conversaciones, Bellow, refiriéndose al hecho de haber nacido en la provincia de Quebec, comentó: "Tú y yo siempre veremos Estados Unidos con los ojos de un turista". Él conservaba algo de francés en su cabeza, así como yídish, del mismo modo que el español y el francés existían en algún lugar de mi cerebro. Reflexionando sobre su comentario años después, me preguntaba si la obstinada geografía del comienzo de Augie, "soy un estadounidense. Nacido en Chicago", tenía algo que ver con la perpetua ambivalencia y tendencia de Bellow a encapsular un complicado proceso mental de modo que sólo parte de su pensamiento quede plasmado en el papel. Quizá estuviera pensando: ¿por qué cargar a Augie con el lastre de una irrelevante provincia de Quebec? Después de todo, los canadienses son americanos. Así que seamos decididos, tomemos una decisión clara. Por tanto, Augie es estadounidense. Nacido en Chicago.

En Algo por lo que recordarme, una de las novelas cortas del asombroso periodo tardío de Bellow, un adolescente pedante huye hacia la intrépida vida callejera de Chicago -lleva una vida literalmente acelerada- y tiene su primera experiencia sexual para evitar ver morir a su madre. Cuando llega a casa se alegra de que su padre le abofetee; si le hubiera dado un beso, habría significado que su madre ya había muerto. No hace mucho que Bellow, por entonces casado con su quinta mujer, me telefoneó para decirme que su tercera esposa, Susan, amiga mía, había muerto de un ataque al corazón. Parecía aturdido, casi como si se preguntara cómo era posible que esta mujer, casi una generación más joven que él, se desvaneciera repentinamente. En uno de estos tardíos relatos cortos, Bellow había escrito: "La distancia es realmente una formalidad, la mente no se percata de ella". Él y Susan se habían peleado continuamente. Pero quizá esas batallas habían sido el seguro de vida de Bellow; tal vez pensara que Susan, con sus impresionantes encantos y diferencia de edad, al contrario que su madre, nunca moriría. Y en los relatos cortos de su periodo tardío, el grito de angustia es un rugido -¿por qué hemos de morir?- contrarrestado por un: ¡vive! ¡vive!

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