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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Dos soplos de vida

Marcos Ordóñez

Un air de famille. Claire Tomalin escribió: "Es sorprendente hasta qué punto una buena obra refina la mente del público". Cierto: un buen texto y una buena interpretación avivan tu mirada, te hacen ver en redondo, estimulan conexiones hasta entonces aletargadas por el cliché, por la rutina perceptiva. Una buena obra es aquella que te toma en serio: respeta tu inteligencia, salta por encima de los lugares comunes, y no te engaña con falsas profundidades. Una buena obra te instala en el territorio de la verdad reconocible: una sucesión de certezas contradictorias. La prueba de que una obra funciona, palpita, es que convierte al público en un organismo vivo y unánime. Un cuerpo que se ríe cuando ha de reír, se emociona donde se ha de emocionar. Ése es el verdadero efecto espejo, la verdadera comunión: no te identificas con una situación o unos personajes sino que respiras el mismo aire que brota del texto y la interpretación: Un air de famille que, al ensanchar nuestro corazón, nuestra capacidad de comprensión, nos ofrece la posibilidad de ser mejores personas. El resto, claro, es asunto nuestro.

La cena de los viernes. He formado parte de ese cuerpo y he vuelto a respirar ese oxígeno vivificante en el Marquina de Madrid, en el Romea de Barcelona. Ambos teatros están agotando, merecidamente, sus entradas, noche tras noche. En el Marquina dan Como en las mejores familias (Un air de famille, quoi!), la función que consagró a Agnès Jaoui y Jean-Pierre Bacri en el Théâtre de la Renaissance, en otoño de 1994. Se llevó el Molière a la Mejor Comedia y luego fue película, exitosísima. El espectáculo madrileño, que llegará a Barcelona el 6 de febrero, es una iniciativa del equipo actoral de Siete Vidas, pero su éxito va mucho más allá del simple reclamo televisivo, de la popularidad de Javier Cámara y Blanca Portillo. Ahí hay un sexteto de actores afinadísimos, y que creen absolutamente en lo que hacen: no hay otro secreto. Les encanta esa función y ponen sus talentos a su servicio, punto. La comedia es una joya. Tiene la agudeza de observación, la elegancia estructural, la finura de diálogos y la profunda humanidad de las obras de Pagnol o de Eduardo de Filippo. Un pequeño bar sin suerte, una familia a punto de estallar, como cada viernes. Ese "como cada viernes" es fundamental. Hay una madre dominante, manipuladora, la viuda Mesnard, que quiere que todo siga igual. Cada uno en su lugar y en su rol, como Caruso, el perro inmóvil, emblemático. Pero algunos van a moverse de la foto esa noche de viernes. Julieta Serrano, en su primer gran papel de comedia, es la madre, terrible y patética: lo mejor que ha hecho últimamente, en la línea feroz de Jacqueline Maillard. Javier Cámara, con la inteligencia de haber elegido un papel a contrapié: Henri, el segundón, abandonado por su mujer, amargado, iracundo. Arriesgándose a "no caer simpático", conmoviendo desde su dolor seco, como un joven Raimu. Philippe, el preferido de mamá, es Gonzalo de Castro: su trabajo, nada fácil, consiste en hacernos ver a un cabrón que es un pobre diablo. Betty, la hermana, es Nathalie Poza: una actriz naturalísima, pero quizá demasiado joven y atractiva; la Jaoui perfilaba más justamente la fatigada rebeldía del personaje. Dennis, el camarero enamorado de Betty, es Pau Durá: sobrado de encanto, y de autoconciencia de ser el ángel de la función, un ángel sin fisuras ni dobleces. Y, ah, ah, ah, Blanca Portillo, deslumbrante, la gran criatura de la obra, una fleur provincial que alguien hundió en un pote de mostaza. Una delicadeza inmensa, una heroína de canción de Brassens, lanzándose a bailar Flor de Azalea; identificando, en el acto, un collar de cumpleaños con un collar de perro, aullando sin palabras desde el fondo del pote de mostaza; todos ellos guiados chejovianamente por Manel Dueso en su tercera gran dirección, tras La presa y el Tranvía de Tennessee. Corran a respirar el aire agridulce y vivísimo de esta comedia.

Efectos de la química. Celobert (Skylight), la obra más redonda de David Hare, ha vuelto al Romea, tras el exitazo de la temporada anterior. He vuelto a verla porque siempre quiero ver al enorme José María Pou, haga lo que haga (he aquí un actor que nunca falla, porque siempre elige la obra correcta e invierte en ella toda su sabiduría) y porque quería ver a Roser Camí como Kyra, un papel que estrenó Marta Calvó, una actriz estupenda, pero que interpretaba a Kyra un poco como una joven Hedda Gabler. Digamos que su Kyra no le pasaba una a Tom Sargeant/Pou, su antiguo amante, desde el principio de la obra. La Kyra de Roser Camí es una mujer que trata de "pasárselas", con todo su amor, pero no lo consigue porque sabe que en ese juego puede ser devorada, abducida: ésa podría ser la diferencia básica entre ambos trabajos. En esta nueva versión queda más claro que nunca que Tom y Kyra se quieren, por encima de todo. Y hay una química esencial entre Pou y Camí. La química, como el amor verdadero de la canción, ni se compra ni se vende: se tiene o no se tiene. Pou está tan grande como siempre, pero ahora -efectos de la química- brota de su interior una dulzura infantil, una vulnerabilidad que antes era quizá más áspera, más agresiva. Puede permitirse bajar la guardia, dejarse ir. Y ella, en consecuencia, también. En los momentos de remanso, Tom y Kyra nunca han estado más próximos, lo cual engrandece el drama de su profunda incompatibilidad. Al mejorar la calidad de las emociones de Kyra (las miradas de amor, las pausas anhelantes, la serenidad), el trabajo de Pou, que me parecía inmejorable, ha adquirido nuevos matices, se ha hecho más completo. Roser Camí lidia con un toro bravo, un peso pesado de nuestra escena. Y está "con él", no "frente a él". Torean, danzan juntos. La Camí, que nos regaló una conmovedora Lady Macbeth a las órdenes de Bieito, ahora exhala madurez sin haber perdido la fiereza de la juventud: es maravilloso ver crecer así a una actriz. Y a una función, con un aire nuevo.

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