Brancusi, el vuelo de la materia
Constantin Brancusi tradujo el oficio de escultor de la inocencia y la pureza de las formas primitivas a los módulos figurativos de la tradición europea, y lo modernizó. En sus manos, madera, piedra y bronce fueron verdad. Por ellos resbalaban geométricamente los elementos cósmicos; de ellos emanaba un sentimiento trágico de la vida. Brancusi vivió una existencia difícil, llena de terribilità y furore, que en la soledad de su estudio fue capaz de transformar en gentilezza, exquisita dulzura y provocación. En su amor a las formas, encontramos al gran escultor abstracto del siglo XX, el único que rechazó la propuesta de estudiar con Auguste Rodin, a quien admiraba profundamente: "A la sombra de un gran árbol", dijo, "no crece nada". Brancusi nació pobre, trabajó en los oficios más extraños -tintorero, monaguillo, lavaplatos, fabricante de violines-, vivió casi toda su vida en París pero consiguió el reconocimiento en Estados Unidos gracias a la intuición del mecenas John Quinn. El escultor de las formas etéreas murió como un ermitaño, en su estudio del número 8 del callejón de Ronsin, donde se instaló en 1916, rodeado de sus esculturas y su mascota, Platón, un perro de madera al que sólo le faltaba ladrar. Al funeral de aquel hombre solitario asistieron cientos de personas, amigos y políticos del Gobierno comunista rumano. Fuera del recinto de Montparnasse, Man Ray dijo: "Ha sido deprimente. He decidido no volver a ir a un entierro".
Brancusi (Hobitza, Rumania, 1876-París, 1957) relaciona la materia con lo eterno. En sus esculturas, el objeto comienza a ser indagado en su estado más profundo hasta que se despierta lo que en él dormita como posibilidad. Es en el proceso donde toda la obra de Brancusi adquiere un carácter casi religioso. Como manifestaciones de la naturaleza, piedra y madera contienen algo de su misterioso poder, como en los ídolos africanos, que no son obras de arte sino objetos sagrados que expresan la potencia creativa de su hacedor. El material es espíritu, y en la lucha para encontrar su forma definitiva, el artista llega a poseerlo. Hablamos del aspecto menos conocido en la obra de Brancusi, la del tallista popular que aprendió su oficio siendo pastor, en los montes Cárpatos, muy cerca de su aldea natal. "La obra de arte", dirá más tarde, "requiere mucha paciencia y por encima de todo una decidida lucha contra el medio".
De la odisea vital del artista
y de su pugilato con los materiales, en especial la piedra y el mármol, de la recurrencia de los temas y su gusto por la obra seriada trata la retrospectiva que le dedica la Tate Modern de Londres, cuando se cumple un siglo de la llegada del artista a París, en 1904, después de abandonar una vida de pobreza y haber recorrido buena parte de Centroeuropa a pie. Tras ese trayecto penoso pero muy feliz, en el que recibiría muchas veces la ayuda de los campesinos que, según sus propias palabras, le reconocieron inmediatamente como a uno de los suyos, le esperaba el delirio efervescente de Montparnasse, Modigliani -a quien enseñó a tallar-, el "aduanero" Rousseau, el difícil Soutine, y los vividores Picabia y Duchamp.
La música del azar sacó al joven Brancusi de la miseria: un sencillo violín de madera que consiguió fabricar como resultado de una apuesta mientras trabajaba de camarero en una posada de Bucarest hizo resonar para el futuro toda su obra hacia las formas infinitas, le permitió aprender a leer, escribir y estudiar la técnica y la tradición de los maestros antiguos. Aquel instrumento era tan perfecto que atrajo la atención de un rico fabricante que envió a Brancusi a la escuela de artes y oficios de Craiova.
De ese sentido casi mítico que liga su trabajo con el pasado ancestral y con el concepto de infinitud trata este recorrido por medio centenar de piezas y una treintena de fotografías, autorretratos del artista cedidos por el Centro Pompidou que lo sitúan en su estudio encalado, rodeado de esculturas y de sus herramientas.
Concebida por Carmen Giménez y Matthew Gale, Brancusi, la esencia de las cosas es la retrospectiva más ambiciosa del artista rumano hecha en el Reino Unido, y la segunda en el Guggenheim de Nueva York -adonde viajará el próximo verano- después de la organizada en 1955. La muestra reúne algunas de sus obras más importantes y pone el énfasis en su periodo Negro (1913-1920). En este escrupuloso recorrido se recogen tres versiones de The kiss (1907-1908), una obra pionera con la que Brancusi logra encontrar el equilibrio entre los cuerpos reconocibles y la integridad del bloque de piedra en el que están esculpidos; un grupo de esculturas de cabezas ovoides que reducen sus rasgos hasta el mínimo detalle hasta culminar en el minimalismo de The beginning of the word (1920), Newborn II (1921), Prometheus (1911) y Sculpture for the blind, (1920); los finísimos bronces (el pájaro solar del folclore rumano Maiastra, 1911, a punto de levantar el vuelo, que tiene su antecedente en la curiosa Caryathid, 1908), donde Brancusi volcó su deseo de encontrar "la noche de los tiempos" en el gótico francés y en las formas primitivas; esculturas fenomenológicas (The fish, 1926), en las que trató de mostrar no el animal, sino su rapidez y su brillo. Otras obras como Adam and Eve (1921) y Little french girl (1914) descubren una maestría medieval en la talla directa. Brancusi cortaba directamente el bloque y respondía a sus cualidades en el proceso de trabajo, lo que le conecta con la noción modernista de honestidad.
La exposición también da
las claves de su interés por el cuerpo fragmentado, en el sentido que le dio Rodin, y que otorga a la obra una autonomía plena (Torso of a young
girl, 1923) hacia la totalidad. Una suerte de sinécdoque que le llevó también a reinventar los basamentos, convirtiéndolos en una parte esencial de la escultura (Young Bird
II, 1925). Piezas capitales de su trayectoria son los bustos Margit Pogany (1919) y Princess X (1915), este último inspirado en su amante la princesa Bonaparte, piedra de escándalo en el Salon des Indépendants de 1920. Se trata de una pulida forma erótica que arrancó de Matisse la exclamación: "¡Pero si es un falo!" y fue calificada de indecente por un grupo reaccionario y retirada de la exposición por la policía.
La obra de Brancusi es generosa porque invita al espectador a usar la imaginación. Su eterna búsqueda del ilusionista non finito del material, tal y como lo concibió Rodin en El beso (1901), con sus dos figuras que parecen emerger de la roca donde están sentadas, tuvo una respuesta, conceptual, en la escultura El beso, en el cementerio de Montparnasse, la estela de la tumba de Tania Rachevskaia, una joven rusa anarquista que se suicidó por amor. Ese afán por conquistar el absoluto (lo divino) que llevó al paroxismo en la columna sin fin (Endless columns, 1937, erigida en Tirgu-Jiu, cerca de su pueblo natal) ya lo intuyó Marcel Duchamp, en 1912, durante una visita al Salón Anual de la Aviación de París, cuando, mientras caminaba en silencio entre motores y hélices, se volvió de repente hacia Brancusi y dijo: "Pintar se ha terminado. ¿Hay alguien capaz de hacer algo mejor que esta hélice? ¿Acaso sabrías tú?". La respuesta se la dio, siete años más tarde, el rumano a su mecenas John Quinn, a propósito de la Maiastra: "Yo no esculpo pájaros, sino su vuelo".
Constantin Brancusi. La esencia de las cosas. Tate Modern. Millbank. Londres. Del 29 de enero al 23 de mayo.
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