El fumador torturado
Si algo puede definir la situación actual de muchos fumadores -entre los que, por desgracia, me encuentro- es la desorientación, el estupor y el desconcierto, unidos a una sensación de desprotección, abandono y desesperanza. Y es que el fumador se mueve entre dos vectores difícilmente conciliables. De un lado los mensajes apocalípticos de los poderes públicos acerca de los males mortales que el consumo de tabaco provoca inexorablemente. De otro la permisividad en la producción y venta de tabaco para consumo humano y la falta de controles sanitarios sobre su composición y demás condiciones de elaboración.
En efecto, todo fumador sufre un constante torpedeo psicológico por parte de las autoridades sanitarias de las distintas administraciones, avisando "muy en serio" de que el consumo de tabaco es la primera causa de mortalidad por cáncer, enfermedades cardiovasculares, respiratorias y otras añadidas, que acaban provocando también la muerte por infarto o isquemias coronarias, y en el mejor de los casos se amenaza con enfisemas pulmonares e incluso impotencia sexual. En suma, todos los males del infierno en vida.
Junto a esto, también se advierte al fumador de que las industrias tabaqueras confeccionan los cigarrillos no sólo a base de tabaco sino que le añaden otros productos mucho más perniciosos para la salud, no sólo alquitranes, sino también aditivos y otras sustancias que los hacen aún más perniciosos. Pero, pese a ello, los paquetes de tabaco sólo contienen información referida al contenido de los cigarrillos sobre nicotina y alquitrán, omitiendo toda indicación sobre esos otros productos y aditivos que se dicen añadidos por las tabaqueras y que así se mantienen ocultos al conocimiento del consumidor. Sólo recientemente, en un intento disuasorio, se les ha añadido un nuevo aviso, tan deplorable como ineficaz, en forma de "esquela mortuoria" en la que tampoco se hace referencia técnica alguna a la composición del cigarrillo sino que vuelve a amenazarse la salud y la vida de los fumadores con las penas del infierno.
Con todas estas medidas, los poderes públicos parece que vienen pretendiendo hasta ahora acabar con el tabaquismo y sus apocalípticas consecuencias para la población a través de una única vía: disuadir a los nuevos potenciales consumidores y convencer a los ya fumadores de que deben dejarlo si no quieren morir irremediablemente. Pero la realidad es que no consiguen ni lo uno ni lo otro. Según las cifras publicadas por los medios de comunicación el número de nuevos fumadores jóvenes va en aumento. Y, en cuanto a los que ya somos fumadores, los únicos efectos que produce todo esto son confusión y desesperanza.
El fumador no puede dejar de preguntarse muchas cosas que lo confunden y lo desorientan. Si el tabaco mata -como mata la heroína y otras drogas- porqué no se prohíbe su comercio, incluso por la ley penal de la que el Estado tira cada vez con más frecuencia. Incluso, si se dice que el tabaco es un "arma de destrucción masiva" porqué no se trata a las tabaqueras como a Sadam Hussein. Si las tabaqueras añaden productos al tabaco de los cigarrillos, porque no se controlan por las autoridades sanitarias, como se controlan en general todos los productos del mercado para el consumo humano y porqué ni siquiera se avisa al consumidor de cigarrillos del contenido y composición genuina de los mismos, como se avisa de su contenido en nicotina y alquitranes. En suma ¿qué pasa de verdad con el tabaco? Además el hecho de que se autorice la producción y el comercio de cigarrillos y de que el Estado lo tolere a cambio de obtener en concepto de impuestos del tabaco unos nada despreciables ingresos, que quizá enjuguen los gastos sanitarios generados por las enfermedades derivadas del tabaquismo, hace sospechar al fumador otras tantas cosas.
Para colmo de males, los escasos programas públicos de desintoxicación y deshabituación del tabaquismo -en Andalucía existen Unidades Antitabaco en ciertos hospitales del SAS- se revelan tan inocuos como ineficaces, además de que los fármacos indicados en los mismos no se dispensan gratuitamente a los usuarios amparados por la Seguridad Social. Los que hemos intentado dejar el tabaco en estas unidades hemos podido comprobar que los profesionales que los sirven cuentan exclusivamente con tanta vocación como voluntarismo, pero nada más. Tampoco los centros privados -desde luego mucho más caros y anunciados a veces casi como milagrosos- resuelven el problema de la adición al tabaco.
Ante este panorama, parece que la lucha contra el tabaquismo, pese a considerarse como una verdadera enfermedad, va por mal camino, si no impide el incremento del censo de fumadores y lo único que consigue en los que ya lo somos es que sigamos fumando, sólo que cada vez más atormentados por el fantasma de la enfermedad y la muerte. No parece que los poderes públicos se hayan tomado en serio el problema ni que se apliquen soluciones que parezcan viables, centradas exclusivamente en acciones frente a los compradores y consumidores de tabaco. La única acción dirigida contra los productores y comercializadores de tabaco es, aún tímida, la demanda civil planteada por la Junta de Andalucía contra las tabaqueras, tan plausible como jurídicamente arriesgada. Pero quizá merezca la pena incidir más enérgicamente sobre los productores y comercializadores de tabaco y plantearse "muy en serio" prohibir el comercio de tabaco e invertir también "muy en serio" en programas de deshabituación lo más eficaces posibles, para acabar con el problema. O acaso, es que al final ¿el tabaco no es tan perjudicial para la salud como se dice?
Emilio de Llera Suárez-Bárcena es doctor en Derecho y fiscal de la Audiencia de Sevilla.
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