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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Matinal

Entre los 15 y los 25 años, y éstos son los estrictos límites; quien no es pedante no es nada. Así lo ha pensado siempre. Entonces a sus actividades las llamaban faire l'école buissonière (buisson es maleza y buissonnier el que vive, el que se esconde entre la maleza). Se trataba de fumarse la clase, hacer campana. Novillos. Se trataba de novillos. Era el año 1963 en Barcelona, él era José-Carlos Mainer, y el francés la lengua de cultura. Algunas mañanas se saltaban las clases de Filología Románica y se metían en un cine del paseo de Gràcia. Programa doble en las Galerías Condal. Allí vio Mainer por vez primera Escrito en el viento, de Douglas Sirk, y en sus elipsis aprendió, está convencido, las claves de la crítica literaria. Le acompañaban Lola Albiac y Jos Oliver, compañeros de curso. Él ya estaba enamorado de Lola, pero aún le faltaba mucho para decírselo. Jos Oliver también estaba enamorado de Lola, y, dada la circunstancia, es muy probable que a Lola le pasara lo mismo.

José-Carlos Mainer decía, tras llegar a Barcelona, que las cosas que le importaban se sabían aquí. Era muy feliz de estar en el lugar necesario

La situación era ideal para el levantamiento a pulso de metáforas, subtextos, iconos dominantes. Sirk pasado por los Cahiers du Cinéma. El estructuralismo está hecho para el amor. La venganza póstuma de Sainte-Beuve. Puede que para el sentido del texto no cuenten las circunstancias personales del autor. ¡Pero vaya si cuentan las del lector! Nada como la pasión para descifrar el mundo. Al grupo se unía a veces Pedro Gimferrer. Era lo mismo que ahora. Llevaba, debajo del brazo, la historia del cine que acaba de escribir. ¿Qué iba a hacer, si no, con las manos?

Mainer había nacido 19 años antes en Zaragoza. Al poco rato de trasladarse (ampliación de estudios), comentaba en voz alta que la gente en Barcelona sabía cosas. En Zaragoza también se sabían. Otras. Las que ahora le importaban se sabían aquí. Era muy feliz de estar en el lugar necesario. Alrededor de la vieja Universidad las tentaciones se multiplicaban. No sólo Sirk, o Hitchcock o las Ramblas, que eran en sí mismas el más envolvente melodrama. También las librerías de lance de Aribau, donde armado con Gimferrer, hicieron tantas razzias inmisericordes.

Por lo que respecta a las aulas sólo había dos momentos imprescindibles. Cuando salía Blecua. Su peculiar dandismo. Era un hombre de la generación del 27. Una ucronía en sí: como si no hubiese habido guerra. Su específico anclaje vital lo probaba el uso del adjetivo fino. Un libro muy fino. Un razonamiento fino. Es muy fino este alumno. La máxima inteligencia siempre era transparente. Blecua tenía la voz de un sordo: ligeramente aflautada. Más a su favor. Hablaba Blecua, y se diseminaban el vapor de Guillén y las notas del piano que toca solo en la habitación lorquiana.

Cuando salía Martín de Riquer, un temor reverencial. Estaban su tipo y su planta. Las leyendas de la batalla del Ebro. El tanquista Riquer y su brazo mutilado. La armadura negra y secreta que lo cubría. Y lo temían, sobre todo, porque a Riquer sólo le interesaban los alumnos que funcionaban. Sus matanzas de morralla eran célebres. En la clase jamás hablaba de otra cosa que no fuera el medievo, aunque prendida en la solapa llevaba una insignia triunfal con las tres palabras "Franco, Franco, Franco". Tenía un problema: todos los alumnos que le gustaban eran rojos. Lo llevó con gran dignidad, llenando su departamento de comunistas y sacando a algunos tipos francamente inteligentes de la cárcel.

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Célebre y también imprescindible era el famoso "cuarto de hora" de Badia i Margarit. Daba clases de Filología Catalana, en castellano naturalmente, y el primer día que llegaba al aula decía:

-Espero que entre ustedes no se dé ningún problema porque yo, en el último cuarto de hora de clase, hable en catalán.

¿Problemas? Aquel cuarto de hora era una eucaristía, y todos los alumnos, y en especial los de fuera de Cataluña, comulgaban con especial devoción.

Al acabar la carrera, José-Carlos Mainer y Lola Albiac se hicieron novios. Se acabaron las matinales e incluso se acabó Jos Oliver. Es decir que se acabó la estructura. Los novios echaron un vistazo a la ciudad, a su futuro y decidieron que vivirían allí y allí crecerían sus hijos. Así fue hasta 1980. Y lo que sucedió a partir de entonces es que en la Universidad Autónoma, donde Mainer enseñaba, seguían sin mostrar interés en facilitarle su paso a la cátedra, y que Zaragoza quedaba más céntrica y el tirón de la gente de la revista Andalán, que Mainer contribuyera a fundar en 1972, le causaba un cierto conflicto de lealtades: mucho más cuando en la Universidad aragonesa le abrieron el paso a la cátedra. Lo último que sucedió fue la propia Barcelona de 1980. Una mañana advirtió a una alumna de que no siguiera redactando su examen en catalán. Ella reivindicó su derecho a hacerlo. Hubo un forcejeo. Hubo varios forcejeos. De pronto se miró y se vio a sí mismo como un extravagante lector de español en una Universidad extranjera. Como pudo marcharse, se marchó.

El cuarto de hora. Que ya no era comunión sino el pan de todos los días.

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