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El territorio en positivo

El solo anuncio de que el anteproyecto de Ley de Ordenación del Territorio entra en trámite parlamentario ha desencadenado un cúmulo de expectativas derivadas del deseo común de dar solución a muchos de los problemas que arrastra la Comunidad Valenciana, la lectura de cuyo territorio suele poner más énfasis en su condición maltrecha que en su dinamismo y en su favorable expectativa de futuro. Por tanto, lo primero que cabe decir de la LOT es que puede (y debe) convertirse en una referencia en positivo sobre el futuro de la Comunidad, sesgo conceptual que contrasta, acertadamente, con la pretensión de hacer de esta Ley un mero compendio de prohibiciones, vetos y límites.

He de decir que el texto sujeto a discusión me parece de excelente factura técnica. Si acaso, un tanto minucioso, lo que añade precisión, pero a costa de aumentar la superficie de riesgo y, por ello, de amplificar su fragilidad y vulnerabilidad. Los defectos de su articulado no responden a una inadecuada técnica legislativa, a desviaciones conceptuales de importancia o a incongruencia de propósitos, sino a que, por su prolijidad, se realizan propuestas de actuación que pueden resultar desviadas o insuficientes, y se definen mecanismos y procedimientos que quizá se reputen inciertos y/o discutibles. Me hubiera gustado un texto más sucinto, centrado en las cuestiones principales y que dejara a los instrumentos de planeamiento la concreción final.

En todo caso, las cuestiones principales (conceptos, criterios, objetivos, instrumentos de planeamiento y tramitación) están satisfactoriamente resueltas, de manera que mis objeciones se centran en asuntos puntuales de su articulado que considero mejorables, pero cuya importancia es opinable: una mayor atención a las cuestiones relacionadas con el equipamiento y la escena urbana, pues la calidad urbanística es un factor clave en la competitividad territorial; mayores y mejores referencias a las nuevas tecnologías y a la logística, que son oportunidades fundamentales para nuestro futuro; o, por poner otro ejemplo, un mayor énfasis sobre los peligros que corre nuestro sistema de asentamientos, que ha sido muy eficiente en una etapa agraria e industrial pero que corre peligro de desintegrarse en un sistema de producción altamente terciarizado. Son matices fundamentales en virtud de mi especialización profesional, pero que quizá no lo sean tanto desde una óptica más integrada de la complejidad territorial.

Frente a la extendida opinión de que sería necesaria una moratoria me gusta que la Ley no la contemple. Las experiencias existentes sobre los efectos que causan las moratorias no avalan su empleo, teniendo en cuenta que suelen propiciar más descalabros de los que intentan corregir. Recientemente, he tenido ocasión de comprobarlo en Gran Canaria, cuyo Plan Insular de Ordenación Territorial plantea el cese de la actividad inmobiliaria durante cinco años. Cese que ha resultado meramente virtual, pues como desde el anuncio de la medida hasta el fin de la tramitación de la Ley transcurrió un largo lapso de tiempo, y no otra cosa puede suceder en un régimen de democracia parlamentaria, tanto promotores como Ayuntamientos se aprestaron a tramitar licencias de edificación, de manera que se está construyendo a un ritmo muy superior del existente antes de entrar en vigor la moratoria. Más aún: al propiciar la intensificación del proceso edificatorio, se ha acelerado el tránsito de activos agrarios al sector de la construcción, alimentando la continuidad inevitable de un modelo inmobiliario de oferta turística. Y, por último, se ha propiciado la formación de oligopolios de oferta que encarecen el suelo y la vivienda.

Aunque provenga de la cultura de la izquierda, a la que me siguen uniendo muchas demandas y propósitos, me parece bien la decisión de no trascender a compromisos concretos en materia de plazos y presupuestos. Técnicas de planeamiento de este tenor han fracasado sistemáticamente en el urbanismo municipal, hasta el punto de desaparecer de los instrumentos de planeamiento de este rango, pero todavía son más difíciles de defender en textos legales como la LOT, cuyas actuaciones suelen generar obligaciones muy cuantiosas y de largo plazo para administraciones públicas de distinto nivel, organismos públicos y agentes privados. Siendo así, resulta inconcebible que la Comisión Europea y el Gobierno, además de los Ayuntamientos, acepten que una ley autonómica determine compromisos a largo plazo para sus respectivos presupuestos y coarte su libertad de acción institucional.

Me congratula el posicionamiento de la LOT a favor de las estrategias urbanísticas de concentración en virtud de los menores costes económicos en la implantación y mantenimiento de las redes de infraestructura y, como consecuencia de ello, en la disminución del impacto antrópico. A la gente parece gustarle mucho las urbanizaciones de baja densidad, que considera más adecuadas medioambientalmente y más próximas a su ideal de calidad de vida. No discutiré que alberguen ventajas, pero resulta ya incuestionable que constituyen la más grave amenaza para la salud territorial de la Comunidad Valenciana y representan un despilfarro económico tan severo que hace inviable su sostenibilidad futura. La legislación sobre suelo, al demonizar la densidad, impide la formación de piezas urbanas complejas y eficientes y favorece la urbanización extensiva: los negativos efectos medioambientales que producen estos posicionamientos de ecologismo barato son ya altamente preocupantes y amenazan con ser irreversibles. Es fundamental que se ponga freno a esta forma de suicidio territorial, y que se defienda la concentración de impactos, lo que, por otra parte, supone para mí un refrendo de las tesis que he defendido desde hace treinta años.

Pero lo que realmente me satisface más de esta Ley es su voluntad inequívoca, aunque implícita, de favorecer el urbanismo de ideas frente al urbanismo normativo, modalidad encarnada, para nuestra desgracia, en la inmensa mayoría de las tentativas de planeamiento actuales. La flexibilidad de los instrumentos de la LOT permite, aunque no pueda asegurarlo, que la planificación futura anticipe la realidad y construya escenarios que mejoren el dinamismo económico, la modernización productiva, la calidad urbanística, el equilibrio territorial y social y la vida en general de la población, todo ello mediante propuestas que garanticen la sostenibilidad medioambiental y la competitividad con otros territorios dinámicos. Un tipo de urbanismo que reencuentre perspectivas utópicas y planteamientos audaces y que replantee su propósito fundamental (la calidad de vida), condiciones y objetivo que hace largo tiempo han abandonado ya los instrumentos convencionales, que, en su mejor versión, parecen cada vez más empeñados en perpetrar documentos de impecable factura técnica y rigor jurídico, pero en los que la calidad y novedad de las propuestas económicas y sociales y su inferencia en la vida de los ciudadanos se convierten en objetivos secundarios y hasta molestos, cuando no perceptiblemente ignorados.

José Miguel Iribas Sánchez es sociólogo.

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