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Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un vendedor de felicidad

Está esa primera frase teológica, telegráfica -"El sufrimiento es instructivo. Las verdades elementales. El Dolor"-, y a partir de entonces, todo va cuesta abajo, hasta enmendar incluso aquella optimista línea inicial. Pero al tiempo que se agrava la dolencia, se agrava también el escepticismo. De ahí que, con el tiempo, el enfermo pase de la invocación -"Dolor, sé mi filosofía, sé mi ciencia"- a la desilusión -"El dolor me oculta el horizonte, lo llena todo. Se acabó esa fase en la que la enfermedad lo hace a uno mejor, ayuda a entender las cosas; y también esa otra en que agria el carácter, hace chirriar la voz y todos los engranajes. Ahora es un torpor áspero, estancado, doloroso. Indiferencia ante todo. ¡Nada!...

EN LA TIERRA DEL DOLOR

Alphonse Daudet

Introducción de Julian Barnes

Traducción de María Teresa Gallego y Jesús Zulaika

Alba. Barcelona, 2003

106 páginas. 13,50 euros

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El último libro

¡Nada!"-.

El indiferente es Alphonse Daudet, que consignó en un cuaderno de cincuenta páginas el calvario por el que le llevó la sífilis. Daudet, sí, aquel gran escritor menor alabado con la boca pequeña por Charles Dickens y Henry James; el íntimo de Flaubert, Zola y Turguénev; el autor de Tartarín de

Tarascón, más leído por los estudiantes de francés que por los lectores puros, aquellos que sí tuvo en vida -a los treinta años de su muerte comenzó la publicación de su obra completa en 20 tomos- a pesar de que se decía que, por entonces, enfermedad y París eran términos excluyentes porque a la capital del siglo XIX sólo le gustaba la gente sana.

Alphonse Daudet, que había nacido en Nimes en 1840, tenía 45 años cuando anotó: "Larga conversación con Charcot. Lo que ya pensaba. Esto es para toda la vida. Que no sea un para siempre muy largo, Dios mío". Charcot era el neurólogo más famoso de la época y aquel para siempre duró 12 años. El novelista acababa de entrar en el concurrido club de los escritores sifilíticos, al que pertenecían Baudelaire, Maupassant y el propio Flaubert, por lo que se entiende la broma de que la gran literatura francesa se acabó en 1928, el año en que Fleming descubrió la penicilina. Con todo, sífilis es una palabra que no aparece en estas notas despeinadas que vieron la luz póstumamente -en 1930 y bajo el título de La

doulou, el dolor en provenzal- y que en 1997 -con motivo del centenario de la muerte de Daudet- se reeditaron en Francia acompañadas de las páginas del diario de los Goncourt protagonizadas por el autor de Cartas desde mi

molino. La edición española, por cierto, toma el título y la estructura de la inglesa, rigurosamente preparada por el muy francófilo Julian Barnes: suyos son la brillante introducción, el epílogo y unas notas que conjugan, sabiamente, sin dramatismos, la erudición y el drama.

A lo largo de

En la tierra del do-

lor, el enemigo se llama tabes dorsal, por otro nombre, consunción de la espalda, una consecuencia de la sífilis en estado terciario que primero impide controlar los propios movimientos y, finalmente, conduce a una parálisis acompañada por trastornos en la vista. Todo ello jalonado, dicen, por atroces dolores que dejan poco lugar a la literatura. No la hay, o hay poca, en este diario interrumpido. Lo que hay es una mezcla de autorretrato clínico y meditación sobre el sufrimiento, con toques de humor por parte de alguien que se sabe deshauciado -a los 45 años "me he convertido en un viejecito de lo más curioso (...) el hombre orquesta del dolor", dice con ironía- y que, aun así, se quiere "un vendedor de felicidad". Moral sin moralina. Pero no sin emoción: ahí están las páginas dedicadas a la muerte de su suegro, que le inyectaba morfina -"Honda impresión al ver su reloj, que me trajeron a la cama, su jeringuilla de Pravaz, su piedra de afilar, sus agujas que, de pronto, me ha parecido que cobraban vida, que bullían, sanguijuelas venenosas, dados vivos"-, o el momento en que Edmond Goncourt, cuyo hermano Jules había muerto de sífilis, lo nombra su albacea testamentario "para que me crea que me voy a morir después que él".

A la vez que consigna fríamente la evolución de su enfermedad, Daudet reflexiona sobre lo que ésta significa para sí mismo y para los demas. Él, ya está dicho, no se engaña: "Al preso la libertad le parece más hermosa de lo que es en realidad. El enfermo piensa que la salud es una fuente de inefables alegrías, cosa que no es cierta. Lo divino es todo cuanto no tenemos". Y más allá: "La vida de la dolencia. Ingeniosos esfuerzos que hace la enfermedad para vivir. Te dicen: 'Deje que obre la naturaleza'. Pero no es menos propia de la naturaleza la muerte que la vida. Permanencia y destrucción luchan en nosotros con fuerzas igualadas". Los demás, por su parte, se dividen en enfermos y sanos. Los enfermos son los actores de reparto de las estancias de Daudet en los balnearios del sur de Francia. Intercambian diagnósticos como el que cambia cromos -"Una bonita llaga... Qué llaga tan espléndida'. Como si hablasen de una flor"- y comparten un temor idéntico, el temor a los sanos: "Al estar aquí juntos, a todos estos enfermos de Lamalou, peculiares y tan variopintos, los tranquiliza el espectáculo de sus males recíprocos, semejantes. Luego, al acabar la temporada, cuando cierran los baños, todo este aglomerado de dolor se disgrega, se dispersa. Todos y cada uno de estos enfermos vuelven a ser personas aisladas, perdidas en el ruido y el barullo de la vida, seres raros con una dolencia tan jocosa que los toman por hipocondriacos; los compadecen, pero resultan un fastidio".

Los sanos se acostumbran pronto al dolor ajeno, aquel que a los enfermos les parece siempre nuevo. La compasión se atrofia. Daudet lo sabe y así lo consigna, aunque, paradójicamente, la suya propia permanece intacta: "Desde que estoy enfermo, ya no puedo ver cómo se asoman a una ventana ni mi mujer ni mis hijos". Por eso mismo, de miedo a miedo, atravesado por dolores que convivían a diario con la tentación del suicidio, su pregunta es terrible: "¿En qué consiste la valentía de un hombre?". La respuesta lo es más: "El sufrimiento no es nada. Todo estriba en evitar que sufran aquellos a quienes amas".

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