Inmejorables propósitos
Quienes tenemos el privilegio de vivir en Barcelona, seguramente la ciudad políticamente mejor informada de Europa, sabemos ya que el PP va a perder la mayoría absoluta en el mes de marzo y un nuevo gobierno pluripartito (PSOE, PNV, ER, IU, CIU, BNG, UPA, BMW; este último se lo está pensando) nos sacará del hoyo en el que estamos hundidos. Eso es, al menos, lo que se comenta en los círculos mejor informados de la ciudad mejor informada de Europa. Éste va a ser el año del milagro y no deberíamos permitir que nadie nos lo estropee. Entre los propósitos de año nuevo me juré que absolutamente nada en este mundo iba a entorpecer mi natural alegría. Si hemos de largarnos del tebeo terrenal, que sea con la admirable reflexión de Don Juan antes de que una mano de hierro se lo lleve al infierno: "¿Era esto la vida? ¡Volvamos a empezar!".
Cuando uno se lo propone, todo es fuente de júbilo. Incluso el último oficio fúnebre al que asistí, emotivo y doloroso, sí, pero conducido con perfecta sobriedad. A mi lado se sentaba la amiga de un amigo, a quien no habían permitido sentar junto al amigo común (es persona de altas responsabilidades relacionadas con la realeza), y con femenina ironía había buscado refugio en el banco de los derelictos. Observé no sin perplejidad que, siendo el oficio en latín, respondía con toda exactitud a las invitaciones del sacerdote. Recitaba el clérigo sentencias como "physalis amno ramosissime ramis", y ella respondía sin vacilación: "Angulosis glabris foliis dentoserratis". Cito de memoria. Por tratarse de una mujer joven e interesante, reprimí la curiosidad, pero no así el impulso científico, de modo que le pregunté con tartamudeo ausoniense: "¿Es usted creyente, señorita?". A lo que respondió con un "así es, caballero" más pícaro que culpable, como si hubiera descubierto en ella un secreto encanto, una interioridad de la que sólo habían gozado hasta el momento sus más íntimos amigos, incluido el mío, algo así como una predilección por la lencería canalla. Me percaté entonces de que comienza a ser más incitante lo que se esconde entre los muros de algunas parroquias que cuanto circula a la vista de todos.
No obstante, mi impresión, tan placentera, se vio enturbiada cuando un notorio novelista, presente en el oficio fúnebre, acudió al santo sacramento de la comunión habiéndose disuelto ya la cola de comulgantes. Se alzó como un león irritado y avanzó su corpulenta armadura carnal con descaro hasta acercarse único e imperioso ante el sobrecogido sacerdote. Sólo le faltó el revuelo de la capa para recrear la imagen barroca del espadachín pendenciero. Me asaltó cierta incomodidad. Es sabido que la actividad sexual ha perdido su enigma; en consecuencia, verle comulgar en público me hizo sentir como un intruso en un local sadomaso. Había algo obsceno en aquella demostración de independencia y libre albedrío, más descarnada y cruel que si se hubiera exhibido copulando con una gallina en el programa de Sardá, donde estas prácticas son habituales. Conservé, sin embargo, la poética imagen de mi compañera de banco como signo indudable de que algo está cambiando a gran velocidad y para bien de la sociedad civil.
La última constatación la tuve aquella misma noche, cuando, sumido en la reflexión, pasé por delante de un cinematógrafo en el que ponían Master and Commander, un filme de Peter Weir del que me habían alabado ciertas vistas de las islas Galápagos con iguanas buceadoras. Entré, pues, y cuál no sería mi sorpresa al descubrir la película más subversiva del año. Así, comprobé que en ella no figuraba ni una sola escena de sexo. Por no haber, no había ni cuota de mujeres, sólo guerreros, y estos soldados (o más bien marineros), en lugar de presentarse como fascistas, intolerantes, machistas y poco solidarios, aparecen como hombres dignos. La guerra misma no se diría que es una de las más fascistas, insolidarias e intolerantes actividades humanas, sino una de las más serias. Quiero decir que en lugar de repetir una y otra vez lo buenos que somos todos, la película nos inclinaba a pensar que toda muerte es horripilante porque es idiota, pero más idiota todavía es creer que hay muertes buenas y malas.
Ante el sufrimiento, esta cinta no predica el entretenimiento, y ante el dolor no alaba la juerga, sino la capacidad de sacrificio, el pundonor, el coraje y otras incorrectas conductas prohibidas en nuestras escuelas gracias al progreso. El enemigo no era una horda de maleducados que decía tacos y pellizcaba a las doncellas, sino gente educada e inteligente a la que el capitán inglés respetaba y admiraba, algo lógicamente borrado del sistema pedagógico actual. Y lo más sorprendente: las batallas no eran orgías de sangre entre psicópatas dirigidos por una multinacional americana, sino un momento de perfecta armonía en el que se decidía quién era el más bravo, astuto, audaz y poderoso, como en La Ilíada o en Tolstói, un verdadero escándalo que ataca abiertamente la ética benevolente de nuestros pedagogos. Y para colmo, los navíos: daba gloria verlos. ¡Dios mío, y las iguanas buceadoras, qué belleza!
Al salir, confuso y desnortado, hube de comprobar que, en efecto, la película está permitida para mayores de siete años. Un patinazo de la censura.
Ya sé que confesar los momentos afirmativos con los que uno va edificando su fe en la humanidad es un poco ridículo, sobre todo a comienzos del año. Quizás por eso he pensado que podría ser extremadamente valioso. Vean ustedes que tal y como está la obediencia, en este momento es casi imposible hacer el ridículo. Digo que hacer el ridículo es lo más subversivo. No hace el ridículo el político que habla de intensificar la geodesia plurinacional e identitaria, ni el empleado que augura el regreso de la lepra en cuanto los socialistas ganen las elecciones, o el ciudadano que muestra en público su preferencia por el conducto anal de los patos, nadie ya puede hacer el ridículo. Hacer el ridículo es trabajoso y requiere larga preparación. Sólo puede hacer el ridículo alguien capaz de aceptar la ternura del caos. Yo mismo, sin ir más lejos. Imiten mi conducta. No permitan que les estropeen el 2004.
Félix de Azúa es escritor.
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