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'Euskal Hiria'

De entre todos los entrevistados en la película La pelota vasca de Julio Medem, quienes más me impactaron fueron, de un lado, los que comparecen como víctimas del terrorismo, mostrando la hondura de su dolor; y de otro lado, las generosas palabras de José Ángel Cuerda y la intuición de Bernardo Atxaga proponiendo en un hermoso juego de metáforas construir nuestra identificación como vascos no en la palabra "Herria", connotada de homogeneidades étnicas, demasiado presentes en la película, sino en la palabra "Hiria" (ciudad), como paradigma de mezcla, interdependencia y civilidad. En efecto, creo que muchos de nuestros problemas en España y en Euskadi nacen de la debilidad de nuestra tradición cívica; de ahí la pertinencia de una reflexión de la ciudad no sólo como espacio geográfico, sino como verdadero paradigma de convivencia.

La ciudadanía es ella misma nuestra identidad política más preciada
Esa capacidad de superar los particularismos es lo que vertebra toda sociedad

La virtud democrática, que podríamos llamar la virtud cívica por excelencia, sería esa capacidad, típica de la ciudad, de hacer abstracción, con un punto de utopía, de nuestros intereses y pertenencias particulares, sin renunciar a ellos, para poder hacer uso en el ámbito de lo político de la condición de ciudadano en términos de equidad con los demás ciudadanos.

Toda la tradición política europea es en cierto modo un largo y problemático proceso de separación del poder político de la parcialidad pertenencial -tribal, feudal, étnica, confesional, de clase,...- en un esfuerzo permanente, aunque incompleto, de generalización. Esa capacidad de superar los particularismos es lo que vertebra toda sociedad. La demagogia embriagadora del nosotros parcial debe contrarrestarse con un discurso cívico suficientemente matizado y articulado que permita, de un lado, poner al descubierto la interesada manipulación emocional y simbólica de los afectos culturales, étnicos y religiosos, y que por otro lado habilite un espacio social en el que esos afectos tengan su ámbito propio para manifestarse.

La importancia y la rapidez de los cambios tecnológicos y sociológicos, el shock del pluralismo, la aparición de la multiculturalidad, el estallido de valores de este tiempo histórico ha podido provocar un cierto sentimiento de inseguridad psicológica y moral en todos aquellos que fundan su propia identidad, casi en exclusiva, en una determinada identidad colectiva compacta. Frente a ese síndrome, la respuesta no puede ser desde luego el abandono fatalista, pero tampoco la mera oposición conceptual y doctrinaria de la racionalidad económica y jurídica. Es preciso también saber suscitar y renovar una nueva emoción de lo público que llene la vida política de sentido, de tal manera que no puedan ser resucitados los viejos fantasmas del casticismo político.

Frente a la crisis de confianza que puede sufrir la democracia delegada en el ámbito de los Estados nacionales y frente a las insuficiencias de legitimidad de las burocracias europeas, la ciudad surge como renovado espacio político y social. Es en el ámbito de la ciudad donde se abren las condiciones para una democracia de proximidad. En el ámbito de la ciudad se presenta la ocasión para que todos los ciudadanos y ciudadanas participen en la vida política de manera inteligible y accesible: una ciudadanía de la ciudad. De ahí el especial desgarro no sólo humano sino también político que ha producido en la sociedad vasca la violencia terrorista dirigida contra representantes municipales, precisamente contra la representación más próxima al ciudadano. Esa violencia de persecución contra alcaldes y concejales está en el origen de la mayor contestación social y política contra el terrorismo y los que pretenden justificarlo ideológicamente.

En el ámbito de la convivencia ciudadana se hacen patentes los factores de conflicto, pero también los vínculos de solidaridad que nos unen. Como dice la Carta de Derechos Humanos en la ciudad: "Si cada derecho definido pertenece a cada uno, cada ciudadano, libre y solidario, debe garantizarlo también a los demás".

La invención de la ciudadanía supone algo más que la reivindicación de unas garantías frente a los poderes públicos: lleva implícita una concepción nueva del contrato social que justifica la condición misma de ciudadano. Esa justificación ya no puede venir dada por la consanguinidad comunitaria o la pertenencia identitaria: la ciudadanía es ella misma nuestra identidad política más preciada, la que nos justifica como seres autónomos, la que nos rescata de la condición de súbditos y nos permite buscar la felicidad según nuestras propias luces y no simplemente según nuestra tradición identitaria. La ciudadanía nos garantiza incluso la libertad frente a las pulsiones posesivas de nuestra comunidad, nos da el derecho a ser originales y herejes. La ciudadanía es la identidad de la convivencia.

En este tiempo las únicas identidades convivibles y compatibles con nuestra postmodernidad política y jurídica son las que huyen de todo fundamentalismo. La fórmula sería la que propone Andrés Ortiz-Oses en el prólogo a La identidad Colectiva: Vascos y Navarros, de Josetxo Beriain: "Entre la identidad absoluta o dogmática y la inidentidad vaciada o anulada, puede hablarse de una identidad simbólica, abierta y relacional".

Si somos capaces de colocar en el centro de nuestra vida política la ciudadanía y su discurso cívico, lo identitario y particular encontrará su sentido en el ámbito de lo personal y social y quedará definitivamente atrás la tentación de los conflictos simbólicos. Para poder arribar a ese escenario es decisiva la educación, una pedagogía social e institucional que articule el entendimiento de lo político sobre el eje de la ciudadanía, que no exaspere los sentimientos colectivos y que evite radicalmente su manipulación política.

Javier Otaola es abogado y escritor

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