Un amargo negocio lácteo
"Ahora sí que no te libras", me dice el lector. "Tienes que hablar de Parmalat". Siempre es desagradable hurgar en la basura, pero también puede ser útil. Quizá alguien pueda escarmentar en cabeza ajena. Vamos, pues, a ello.
El lector ya habrá leído y oído mucho sobre Parmalat, el gran grupo alimentario italiano, desde que unos días antes de la pasada Navidad recogiera la prensa las noticias sobre un gigantesco fraude. Los orígenes son muy normales: en 1961, Calisto Tanzi, hijo de un pequeño empresario de salazones y conservas, montó en Collecchio, cerca de Parma, una pequeña empresa dedicada a la distribución de leche, que fue creciendo gracias a la innovación tecnológica -la introducción de la leche pasteurizada en envases de cartón- y a una agresiva política de adquisiciones de empresas de alimentación en todo el mundo, hasta llegar a tener más de 36.000 trabajadores en 30 países y una facturación de casi 8.000 millones de euros.
El grupo llegó a valer en Bolsa 1.827 millones de euros hace un año. Cuando se empezaron a conocer los detalles de la crisis, la cotización de sus acciones se desplomó. Y también se desplomó el valor de sus bonos, provocando grandes pérdidas a los inversores -empezando por la familia Tanzi, que sigue siendo propietaria del 51% de las acciones del grupo.
No tenemos aún todos los datos del caso Parmalat para poder formarnos una imagen clara de lo que ha pasado allí dentro. Pero me parece que se puede explicar de la siguiente manera. Empieza como una pequeña empresa familiar que crece rápidamente. Es una empresa familiar y sigue siéndolo al cabo de los años. Se gestiona, pues, como se gestionan los activos de la familia: si hace falta dinero en otro sitio, se saca de aquí y se lleva allá. Todo queda en casa. Pero eso ya no vale cuando el 49% del capital de la empresa está en manos de inversores de todo el mundo, que esperan más profesionalidad en la gestión de lo que, en definitiva, es su dinero, además del dinero de la familia Tanzi.
Un negocio que crece rápidamente mediante adquisiciones en todo el mundo deja de ser pronto un negocio industrial para serlo financiero. Las finanzas mandan: conseguir los fondos es clave. Cotizando en Bolsa, es importante que se mantenga la rentabilidad y que el nivel de deuda sea moderado. Lo cual no es fácil cuando la política de crecimiento exige más y más fondos. Poco a poco, el grupo va desplegando una compleja trama de sociedades, fondos en paraísos fiscales y complejas operaciones financieras. Nada ilegal, probablemente: simplemente, un despliegue financiero importante pero necesario.
En algún momento, algo sale mal. No sé cuándo debió de pasar, pero pudo ser algo de pequeña cuantía: una mala inversión, un negocio con pérdidas, unos objetivos que no se cumplen. Y aquí concurre lo peor de las dos premisas anteriores. Por una parte, estamos manejando un negocio familiar con accionistas externos y, en lugar de decir la verdad, decidimos que hay que guardar las formas. Porque los bonos de la compañía, cuya emisión era necesaria para financiar el crecimiento, están sometidos al escrutinio de las agencias de rating, que dictaminan continuamente sobre la salud financiera de la empresa. Pues bien: si hace falta manipular un tanto la contabilidad, se manipula, de modo que todo parezca normal. Sólo por esta vez..., nadie se enterará..., ya lo arreglaremos el año que viene... ¿No le suenan al lector estos argumentos?
Y por otra parte, tenemos un entramado financiero importante, que en su día sirvió para captar fondos a buen precio, pero que también puede servir para disimular unas pérdidas o para dar seguridad a los acreedores mostrando unos niveles de liquidez elevados. Y esto fue, precisamente, lo que desató la crisis, hace ahora unos pocos meses. ¿Para qué tantas emisiones de bonos, si tienen niveles de liquidez tan altos? Y llega el momento de devolver unos créditos y la empresa confiesa que no tiene liquidez para hacerlo. ¿Dónde está aquella liquidez? En un fondo en las Islas Caimán. ¿Por qué no se utiliza
el dinero de ese fondo para pagar a los acreedores? Porque... no existe ese dinero. Los documentos eran falsos.
Al final, me parece que el gran escándalo financiero de Parmalat es un ejemplo más de negocio que se ha salido de su sitio. Un crecimiento excesivo, que llevó a demasiada acumulación de deuda. El manejo de una compañía cotizada en Bolsa como si se tratase todavía de un negocio familiar. El mal uso de los instrumentos financieros, pensados para permitir la financiación de la expansión y la reducción de los riesgos, para ocultar la realidad. Y al final, lo de siempre: mentiras contables, fraude, demasiada confianza en uno mismo, falta de humildad para reconocer los errores... Lo mismo que tantos otros chanchullos. Pero ahora, a un nivel más elevado.
Antonio Argandoña es profesor de Economía del Instituto de Estudios Superiores de la Empresa (IESE).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.