La peor comida de su vida
Empezaron por Planeta. Tenían cita concertada con Rafael Borrás, que era en 1978 director literario de la editorial. El escritor se llamaba Ian Gibson y aún no había cumplido los 40 años. El otro se llamaba John Wolsers y era un feroz agente literario. Si era feroz... En aquel tiempo Gibson se sometía a psicoanálisis en Londres, en el diván de Anthony Storr. Los escritores eran la especialidad de Storr, un psicoanalista clásico que, dado que la palabra cura, guardaba absoluto mutismo con sus pacientes. Una tarde Gibson estaba excavando en su vida y pronunció sin mayor intención el nombre de Wolsers.
"¡Wooolllllsssssserrrrrsssssss!", se oyó como en un rugido. Era Storr el que había hablado. Y continuaba: "¡Oh!, no, no... ¡Wolsers! Déjelo de inmediato".
Un joven Gibson emprende la aventura de publicar una biografía de Lorca en España acompañado por un agente que lo sabe todo
Pero no era fácil dejar a Wolsers. De hecho habían pasado ya algunos meses desde la repentina e insólita interrupción de Storr y escritor y agente seguían juntos. A punto de entrar en el despacho del largo Borrás. En los días previos, antes del viaje a España, Wolsers se había mostrado seguro y eufórico. Decenas de veces le había repetido el plan a su pupilo: "Viajaremos a España, concretamente a Barcelona, donde están las editoriales más importantes, y las recorreremos una a una. Y aceptaremos la mejor oferta. Sólo la mejor oferta".
Lo que ellos ofrecían, por su parte, era la gran biografía de García Lorca que iba a escribir Gibson. El irlandés contaba con el acuerdo de los herederos del poeta y había mostrado ya su competencia en su primera aproximación -El asesinato de García Lorca- al destino lorquiano. Y España tenía la obligación, mucho más ahora que había recuperado la democracia, "la o-bli-ga-ción", silabeaba Wolsers, de reparar su deuda con su pasado, que era decir Lorca, que era decir que tenían que financiar al pupilo. Cinco años de trabajo, calculaban... Y un adelanto de 50.000 dólares.
Por ahí había empezado precisamente Wolsers. En francés, dado que uno no hablaba el idioma del otro. "Mr. Gibson a besoin de cinquante mille dolars...". Borrás lo escuchaba atentamente, sin pestañear, como había aprendido en las novelas. "Et si vous...", Wolsers echaba el cuerpo hacia atrás, cargándose de razón histórica. "Et si vous...", repetía, ahora incluso señalando a Borrás con el dedo. "Et si vous non..., en fin, nous...". La sintaxis de Wolsers estaba perdiendo un poco su equilibrio, probablemente por la resignada impasibilidad de Borrás. "Nous irons... ailleurs!", acabó rompiendo.
Borrás los invitó a comer. Antes les dijo que ninguna editorial española pagaría un anticipo de 50.000 dólares por una biografía que no estaba escrita, aunque fuera la de Lorca y aunque se tratara, añadió córtesmente, del señor Gibson. Wolsers anunció que eso ya lo verían, que había muchas editoriales españolas, pero que por lo pronto aceptaba ir a comer. Borrás les dijo que quizá les interesara ir al Ateneo. Daban un homenaje al gran Rafael Abella y era una buena ocasión para que conocieran a algunos historiadores y escritores catalanes.
La peor comida de su vida. Eso iba pensando Gibson y así quedó para siempre, a despecho de que la vida le iría proporcionando más aspirantes. En el Ateneo el ambiente era de jovialidad, de discursos empañados por los buenos sentimientos, de reconocimiento a la labor. Gibson se retorcía. Era bisoño, pero no idiota, y sabía que si Planeta no daba el dinero que necesitaba, difícilmente iba a darlo otra editorial. Maldijo a Wolsers, todo por dentro: sus aires, su cómoda grandeza. Al agente, el fracaso le impediría cobrar un buen pellizco. Pero en su caso no se trataba de un pellizco: en realidad ni su mujer ni sus hijos ni él mismo tenían muy claro cómo salir adelante si alguien no financiaba su proyecto sobre García Lorca. Estaba hablando Abella, agradeciendo la presencia de todos, y Gibson lo miraba. Si se confirmaba la hipótesis de que estaba en algún lugar, lo cierto es que no sabía dónde.
Pero el día no iba a acabarse así como así. Un día de tal calibre necesitaba la erupción final. Así que en el hotel se encontró a Preston. Paul Preston. Alegre. Siempre presumiendo de chicas. "Te veo mal", le dijo el expansivo. "En realidad, nunca te he visto peor", concluyó. Preston: lo mejor que podía pasarle. El mismo, enorme, que le profetizaría en otra ocasión, con tono inexorable: "Ahora eres más famoso que yo, pero espera cinco años y verás cómo pasa al contrario". Subió a la habitación. Era una habitación doble y el que la completaba era Wolsers. "¿Qué has hecho, qué has hecho?", le iba repitiendo con la franqueza de la noche. Wolsers lo miró con su poquito de humanidad. Y dijo: "Ian, todo el mundo está equivocado en España".
Luego se dio la vuelta en su cama y se durmió.
Los dos tomos de la biografía de García Lorca aparecieron en 1985. La publicó Juan Grijalbo, aunque tomó su decisión con el manuscrito en la mano. Gibson lo había escrito durante las noches de siete años, en su piso de Madrid. Por el día trabajaba en los libros que le daban de comer. El primero sobre José Antonio Primo de Rivera. Se lo había contratado el largo Borrás, tras comprobar que el autor sólo necesitaba comer durante nueve meses para escribirlo. Gibson no sabe cuántos ejemplares se han vendido de todas las ediciones del libro, incluidas las inglesas. Aunque quizá hayan llegado al medio millón de ejemplares.
Todo el mundo estaba equivocado en España, pero sólo lo sabía Wolsers. El eterno problema de que la verdad esté en manos de gente tan desagradable.
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