Nacimiento súbito
Este afluente del Guadalope surge de sopetón, con un chorro tumultuoso, en el árido Maestrazgo turolense
El Maestrazgo turolense es como Asturias, suponiendo que en Asturias hubiese caído una bomba de neutrones: adiós praos, carbayos y vaques. Es una tierra abrupta y pelada, que estupefacta a los no avisados por su absoluta desnudez geológica. Una tierra, según Pío Baroja, "árida, áspera, desolada, erizada de colinas yermas", en la que "hay grandes cerros de piedra caliza, formaciones rojas y amarillentas, como ruinas de inmensos palacios y castillos, de ciudades de cíclopes o de gigantes".
De esto último puede dar fe el viajero que, adentrándose en la comarca por la N-211 y virando hacia Ejulve, se topa con una carretera cada vez más sinuosa y angosta que acaba por hacerse un suspiro al embocar un desfiladero cuyas paredes semejan cuchillos acerados, altos como rascacielos. En tales cuchillos -que no son sino los estratos verticales de una masa caliza caprichosamente plegada, quebrada y luego erosionada por el viento, la lluvia y las aguas del río Guadalope, que parte el cañón por la mitad-, la imaginación popular ha preferido ver los tubos de unos órganos colosales, e incluso se dice que, fijándose bien, puede verse la figura de maese Pérez a punto de arrancar un acorde.
"Hay formaciones rojas y amarillentas, como ruinas de inmensos palacios"
Pero los únicos sonidos que se escuchan hoy en los Órganos de Montoro -así bautizados en atención a la cercana aldea de Montoro de Mezquita- son los silbidos de los escaladores y los cuescos de las cabras montesas. Ya ni siquiera se oye el eco de las historias de los templarios que anduvieron combatiendo a los moros. O de maquis como Cantavieja, El León del Maestrazgo, que tuvo largos años a sus paisanos con el alma en vilo. O de santos como san Lamberto, que por aquí se paseaba decapitado con la pelota bajo el brazo, como un guardameta antiguo. Es el silencio mortal del éxodo rural.
Superado el portacho donde se halla el mirador de los Órganos, el vértigo continúa al sumirse la carretera, mediante revueltas y túneles horadados en la roca viva, en los abismos por los que corre el río Pitarque, afluente del Guadalope. Es un paraje que, visto bajo otro sol menos inclemente, podría pasar por una garganta de los Picos de Europa. Y así es como, al poco de rebasar el hostal de la Trucha, cuyos muros albergaron en tiempos la primera fábrica de papel moneda que hubo en España -papel que era acarreado cada mes hasta Madrid por 40 burros-, se presenta un corto desvío al pueblo de Pitarque que es preciso seguir para conocer otro de los prodigios naturales -con mucho, el mayor- del Maestrazgo.
La sencilla senda que lleva hasta el nacimiento del río Pitarque está bien señalizada desde la población con letreros que informan de su longitud -4,8 kilómetros, una hora y media a paso quedo- y marcas de pintura roja y blanca. Y es un caminito pedregoso que primero va ondulando entre viejas terrazas de cultivo, por una vega abierta y luminosa, hasta la ermita de la Virgen de la Peña, para, a partir de aquí, adentrarse en un gran cañón de escarpes que afectan formas fantasmagóricas y acogen una nutrida colonia de buitres leonados, así como una espesura vegetal -bojes, aulagas, arces, quejigos, sauces...- que sólo de trecho en trecho se abre un poco para mostrarnos un río tumultuoso de linfas de color verde esmeralda.
El sendero, aunque llano, se torna cada vez más selvático y estrecho, hasta que, cerca de su final, cruza el río por una pontecilla de cemento y se cuela, pasando bajo una bóveda pétrea que deja pequeñas a las mayores basílicas del orbe, en un paraje de cascadas y lagunas que parecen sacadas de alguna isla tropical aún por descubrir. Sólo resta salvar un par de escalones rocosos, usando los asideros metálicos y los peldaños labrados a tal efecto, para asomarse a la gruta donde nace el Pitarque de sopetón, ya un río hecho y derecho. Y es como si la permeable roca caliza que se bebe las contadas lluvias que bendicen el paisaje africano del Maestrazgo se licuase aquí bajo el peso inconcebible de las paredes del cañón.
Una ruta de fin de semana
- Dónde. Pitarque (Te-ruel) dista 340 kilómetros de Madrid yendo por la carretera de Barcelona (N-II) hasta Alcolea del Pinar y luego por la N-211 hasta tomar el desvío a Ejulve que hay pasado Gargallo. Aunque el viaje y la ruta a pie pueden hacerse en un solo día, más relajado es dedicarles un fin de semana y visitar de paso las preciosas aldeas de la comarca: Cantavieja, La Iglesuela del Cid y Mirambel.
- Cuándo. Marcha de tres horas -9,4 kilómetros, ida y vuelta por el mismo camino-, con un desnivel acumulado de 100 metros y una dificultad baja, muy re-comendable para invierno y primavera temprana, que son las épocas en las que el río lleva un mayor caudal.
- Quién. Jordi Poch es el director del hostal de la Trucha (teléfono 978 77 30 08), establecimiento situado a orillas del río Pitarque, con jardines, piscinas e incluso piscifactoría con balsas donde el cliente puede pescarse su propia trucha para el almuerzo. Hay 55 habitaciones que cuestan entre 59 y 74 euros, dependiendo de la temporada.
- Y qué más. Aunque la senda está bien señalizada con paneles informativos y marcas de pintura, no está de más llevar la siguiente cartografía: hoja 28-21 (Villarluengo) del Servicio Geográfico del Ejército, o la equivalente (543) del Instituto Geográfico Nacional.
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