Les duele España
Cuando -semana arriba, semana abajo- nos hallamos a dos meses vista de las elecciones a Cortes del próximo marzo, hay sobre éstas únicamente dos cosas que pueden afirmarse con absoluta certeza: una, que la trascendental contienda política se va a disputar sobre el viejo terreno de juego llamado España, y la otra, que el Partido Popular, con Mariano Rajoy como delantero centro, saltará a ese césped en calidad de equipo local, mientras que el PSOE de Rodríguez Zapatero lo hará a título de equipo visitante.
Uno creía -si escuchaba la cantilena recurrente, sobre todo en Cataluña- que a juicio del PP el asunto de las naciones y las patrias, de su unidad o su troceamiento, sólo servía para alimentar estériles debates esencialistas, ajenos a las verdaderas preocupaciones ciudadanas (a saber: los impuestos, el paro, la inflación, el precio de la vivienda...). Pero resulta que no, que el partido en el Gobierno central durante los últimos ocho años aspira a revalidar el campeonato sobre la base de que él es el único defensor seguro y fiable de la cohesión del Estado, el único que tiene un proyecto "nacional" idéntico y unitario para las 17 comunidades autónomas, el único valladar eficaz contra las pulsiones centrífugas y los proyectos más o menos secesionistas que asoman en diversos puntos de la periferia.
Conviene añadir que la plataforma españolista del Partido Popular resulta tramposa en, por lo menos, dos sentidos. Aparenta identificarse con el statu quo territorial alcanzado tras dos décadas de desarrollo autonómico, pero en realidad defiende el modelo involucionista y recentralizador aplicado por los ejecutivos de Aznar desde el año 2000, muy ajeno a los pactos de 1978-79; es bien revelador que el ministro Zaplana haya evocado recientemente la LOAPA, el primer intento -frustrado- de cargarse aquellos pactos. El otro engaño consiste en darse un barniz populista y fingir que lo que de veras preocupa de los planteamientos reivindicativos periféricos -de los catalanes, sobre todo- es el eventual colapso de la solidaridad interterritorial, la fragmentación del sistema tributario o de la caja única de la Seguridad Social..., cuando lo que más saca de quicio al aznarismo-rajoyismo es que se discuta o se niegue su concepto ontológico, casi místico, de la nación española. La ministra de Administraciones Públicas y admiradora arrobada del presidente Aznar, doña Julia García-Valdecasas, confesaba en EL PAÍS del pasado domingo: "A mí me duele España", con lo cual no sólo rendía tributo a su genealogía -un García Valdecasas, don Alfonso, estuvo entre los fundadores de Falange Española-, sino que transparentaba cuáles son las fibras más íntimas del discurso de la derecha.
Así pues, el PP saltará a la cancha embutido en los colores rojigualdos, mientras que el PSOE lo hará luciendo su nueva camiseta con el arco iris o el patchwork de la España plural. Es preciso reconocer que, en este terreno, las cosas han cambiado de un modo espectacular en muy poco tiempo. Hace apenas medio año, a principios del pasado julio, todos los diputados socialistas en el Congreso -entre ellos, los del PSC- negaban su voto a una serie de propuestas parlamentarias en demanda de un nuevo estatuto para Cataluña, de la devolución de los "papeles de Salamanca", de una mayor participación de las autonomías en el seno de la Unión Europea y de respeto a la soberanía del Parlamento vasco en su conflicto con el Tribunal Supremo. Por las mismas fechas, Rodríguez Zapatero todavía replicaba a los ataques de Aznar recordándole que "su aliada Convergència i Unió" había planteado "una reforma estatutaria que llevaría a una fórmula parecida al plan Ibarretxe".
Hoy, la aparente maragallización del PSOE hace inimaginables tales posturas y vemos día a día como ilustres voceros socialistas de trayectoria no especialmente girondina (Jesús Caldera, Alfredo Pérez Rubalcaba...) asumen y justifican reformas en la Administración tributaria o judicial y defienden lecturas constitucionales cuya mera insinuación les habría horripilado mientras Felipe González gobernaba. En suma: el equipo que dirige Rodríguez Zapatero se dispone a jugar la gran final de marzo con táctica y estilo nuevos, audaces, arriesgando mucho al ataque, frente a un PP que saldrá a conservar y va a ser dificilísimo de batir porque se siente en su propio feudo. De momento, en las gradas, la hinchada intelectual afín al PSOE permanece escéptica, fría, y en su banquillo suplentes de lujo como Pepe Bono contemplan impávidos los experimentos del míster, pero conservan intactas, bajo el chándal, todas sus aspiraciones personales y políticas.
Nos aguardan, por tanto, ocho o nueve semanas en las que, frente a las atrevidas aperturas programáticas y gestuales del partido socialista, la colosal máquina propagandística del PP-Gobierno y del PP-partido machacará con la insistencia de un martillo pilón el mensaje de la España troceada, de la ruptura del Estado, de las 17 seguridades sociales, los 17 ejércitos, las 17 policías... No sé si lo recuerdan, pero a principios de su primera legislatura José María Aznar intentó -sin éxito: no tenía mayoría absoluta- imponer a la ciudadanía una actitud de recogimiento y unción cada vez que sonase en público el himno nacional español; después, en mayo de 2002, el presidente quiso dotar a dicho himno de un texto, de una letra cantable, mas ninguno de los vates áulicos de La Moncloa (se habló de Jon Juaristi, de Luis Alberto de Cuenca...) fue capaz de ejecutar la hercúlea tarea. Pues bien, siguiendo en clave poético-musical, tal parece que el Bismarck de Quintanilla ha dispuesto que su herencia política se dispute a los gritos de "¡España, España!" y a los acordes de Manolo el del Bombo.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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