Schumpeter contra el republicanismo
Con las elecciones a la vuelta de la esquina, los partidos se disponen a afrontar la prueba decisiva, su capacidad para acceder al poder o, en su caso, conservarlo. En estricta teoría, los destinatarios de los programas deberían tener la capacidad de actuar como ciudadanos y no como meros consumidores que con su voto "compran" la amplia y variada oferta que les presentan los políticos. Deberían saber distinguir entre consideraciones propias del bien común y la mera maximización de sus intereses particulares. Es bien sabido que estas distinciones están perdiendo fuerza a medida que el marketing comercial va colonizando cada vez más al marketing político. Los políticos lo saben y se ven impulsados cada vez más a no fiarse de la fidelidad a su "marca", el partido político concreto que representan, y a fijarse en la naturaleza consumista de los votantes en un entorno competitivo. La tendencia general en países de democracia normal es a una pérdida progresiva de la fuerza de las siglas, que ha generado un amplio voto flotante, decisivo para la obtención de la mayoría, y a invocar los intereses de los electores que se sitúan en el centro del espectro político. Ocurre, sin embargo, que ese común viraje al centro obliga a presentar una oferta política descafeinada en la que tienden a diluirse las diferencias entre partidos y se sobrevalora el "principio del hedonismo psicológico", la satisfacción de los deseos de los ciudadanos entendidos como consumidores.
En España esto no es del todo cierto. Al menos a la vista de la estrategia elegida por los dos principales partidos españoles, que apelan de forma diferente a este ciudadano-consumidor. El PP opta por una estrategia schumpeteriana, aunque seguramente -como quien habla en prosa- sin saberlo. La tesis principal de Schumpeter, por cierto el iniciador de la teoría económica de la democracia, consiste en minusvalorar la capacidad de valuación racional de la política. Una cosa es nuestra racionalidad en el consumo cotidiano de bienes y servicios, favorecida por la familiaridad con los productos ofertados, y otra bien distinta es la que subyace a nuestras preferencias políticas. Nuestra capacidad de razonamiento político, incluso en aquello que afecta a nuestros intereses, la veríamos como infantil en comparación con la capacidad que desplegamos para cuestiones de otra naturaleza o en otros ámbitos. El resultado es una voluntad susceptible de caer en la manipulación, de dejarse llevar por los "afectos" y, en todo caso, responde a una "voluntad fabricada", no elaborada autónomamente. La política expresiva y simbólica aparece así como el mecanismo más eficaz de movilización de los ciudadanos. La estrategia diseñada por el PP de centrar la campaña en el tema de la unidad de España -tema "expresivo-simbólico" por definición-, de conservar las cosas más o menos como están, de eludir los debates públicos entre candidatos y "fabricar voluntades" confiándose en la Brunete mediática parece encajar como un guante en este paradigma schumpeteriano.
El PSOE, por su parte, invoca a un ciudadano-republicano capaz de ponderar su propio interés a la luz de consideraciones de interés general, entendido éste como algo incompatible con meras consideraciones identitarias. Su prolijo elenco de propuestas presupone también la capacidad de la ciudadanía para conformar una decisión racional dentro de un paquete que no reniega de su perfil de izquierdas ni elude un enfrentamiento público deliberativo. Aunque dicha minuciosidad busca pescar votos también en más de un caladero y se dirige a diferentes sensibilidades políticas. Aparte de consideraciones de coherencia interna y del persistente tema de las dificultades de financiación de algunas de sus propuestas, el mayor enemigo de la propuesta del PSOE es, sin embargo, la ausencia de un auténtico área de debate público en el que hacer aflorar esa dimensión racional requerida. Ello le obliga a funcionar con un programa alternativo, más sintético y con pocos "temas estelares" con pegada, para el caso de que los ciudadanos no resultaran ser tan republicanos y estuvieran más cerca del modelo de Schumpeter. Con ello satisfarían los requerimientos de toda buena oferta comercial: apelar a los gustos de las masas sin sacrificar las preferencias de los más exquisitos.
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