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Columna
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El día después

Nada más triste, deprimente y cutre que esos adornos de Navidad extemporáneos que permanecen semanas, meses incluso, amarilleando y degradándose en los muros y en los escaparates de bares y comercios, recuerdo ingrato de unas fiestas que casi todo el mundo querría borrar de la memoria, o al menos archivar hasta que el inexorable calendario vuelva a marcar la cifra consagrada.

Oigo a menudo decir que la cercanía de estas fechas produce profundas depresiones en ciudadanos, y sobre todo ciudadanas, más acusadas en personas adultas y ancianas. Los reencuentros y desencuentros familiares, las ausencias que acumuló el año, los recuerdos y los reproches, las reconciliaciones fingidas y los buenos sentimientos forzados y forzosos, son amenazas que despliega el espíritu, el fantasma, de las navidades cuando emerge. Resulta ocioso explicar que la razón, si es que la hubiera, de festejar las postrimerías del año es precisamente disipar las negras brumas, la oscuridad, el frío y la muerte anual de la naturaleza, que ha ido perdiendo sus ajados y fastuosos ropajes de otoño y se muestra desnuda y enlutada. Hay que luchar contra el clima hostil con luminarias artificiales que prolonguen la huidiza luz del día, hay que pasar el trago con alegría embotellada que provoque efímeros accesos de primaveral optimismo, aunque sea a cambio de mortales resacas, hay que levantar ruido y armar bullicio contra el silencio invernal y, a falta de flores y de frutos, hay que colgar bellos objetos envueltos en luminosos envases de las ramas de un abeto, muerto o secuestrado.

Como airados profetas y moralistas rígidos, columnistas, comentaristas y comunicadores arremeten (arremetemos) cada año contra la monumental orgía del consumo navideño y hasta el más agnóstico de los opinadores se convierte por unos días en ardiente defensor de los valores familiares y cristianos, de la austeridad, la solidaridad y la moderación. He aquí, tal vez el único milagro verificable de la Navidad, esta sorprendente, y afortunadamente breve, conversión a los principios de la tradición y las buenas costumbres.

Yo para deprimirme a mis anchas prefiero la posnavidad patética de los adornos que se cubren de grasa y de polvo, sin que una mano piadosa se decida a descolgarlos, en la larga cuesta de enero que se alza tras los abismos de las celebraciones navideñas. Para aliviar la pronunciada pendiente y seguir sacando partido de los ya exhaustos bolsillos de los consumidores, los comerciantes inventaron las rebajas, un acto de sadismo comercial más para cubrir el paréntesis hasta esa primavera que los grandes almacenes convocarán seguramente a mitad de febrero, al margen de la sanción del calendario y con unas temperaturas probablemente gélidas. También convocan las navidades en octubre.

Los Reyes Magos se pierden en el horizonte y se dejan atrás a los camellos que hacen negocio en toda coyuntura y estación. Los Reyes del Oriente, con sus fastuosos ropajes y sus luengas barbas, supervivientes de una raza de comerciantes ancestrales, perdieron definitivamente la batalla comercial contra el rollizo y sonrosado anciano del pelele rojo, la blanca barba y la sonrisa fácil. Melchor, Gaspar y Baltasar se reparten y reparten las sobras de la Navidad, los restos que les dejó el apetito voraz del gordo del trineo; los renos son más rápidos que los camélidos y los colores emblemáticos de Papá Noel son los de la Coca-Cola. Los Reyes Magos ni se acercan por Estados Unidos, sus pasaportes deben de ser muy sospechosos y Sus Majestades temen ser fichados y retenidos en el infernal limbo de Guantánamo.

Los Reyes Magos se van y dejan en los cubos colectivos y en las esquinas, si fuera preciso, cartones y plásticos, envases y envoltorios, cajas multicolores y cajones desmontados. Hay regalos para todos, los mendigos recogen el cartonaje para abrigarse en las noches a la intemperie o lo apilan en carritos de supermercado para vendérselo a los recicladores. Nada se desperdicia en este ciclo, salvo los abetos, convidados de piedra, indeseables huéspedes expulsados que tratan en vano de arraigar en los contenedores de las obras.

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