_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Wallenstein, en Georgia

Golo Mann fue, además de hijo de Thomas Mann, el mascarón de proa de la literatura burguesa alemana del siglo XX, con mucha probabilidad, el mejor biógrafo en cien años, compartiendo el honor con el gran británico Hughes Trevor Roper. Su biografía del generalísimo del Imperio Austriaco en la Guerra de los Treinta Años, Albert Wallenstein en alemán, o Valdsteijn en checo -porque al afectado le daba exactamente igual lo uno que lo otro-, es quizás la cumbre nunca más alcanzada en el género biográfico. El dramaturgo y poeta Friedrich Schiller se enamoró, como Golo Mann muchos años después, de aquel personaje y escribió una de sus obras máximas sobre la vida y muerte de un hombre en lucha permanente por sus fueros y en duda eterna sobre sus méritos y las decisiones que marcaban vida y muerte de sus hombres en aquella encarnizada lucha político-religiosa que sumió a Europa en el terror hasta que llegó la Paz de Westphalia en 1648, exactamente 30 años después de que su primo, Wilhelm von Slatawa, fuera defenestrado desde el castillo de Praga, el Hrad, desde una célebre ventana que mira al oeste.

Leer hoy el Wallenstein de Golo Mann es, otra vez, pensar en Europa y en lo que nos pasa ahora que los tiempos han adoptado velocidades terribles y las decisiones pocas veces tienen detrás la reflexión y cada vez más el violento deseo de la imposición. Cada vez son menos los líderes políticos con genuina vocación de echar cuentas con sí mismos. Cada vez se anima más a los dirigentes a buscar resultados sin mayor escrúpulo en la elección de medios. Leer hoy los periódicos en los que el georgiano Michail Saakashvili es encumbrado como líder de una supuesta revolución de terciopelo en Tbilisi no es sino una afrenta a quien realmente hizo una revolución semejante, que fue Václav Havel en Praga en 1989. Si alguien ha mostrado honor y reflexión en una Georgia acosada por sus fantasmas internos del odio y el desprecio a la vida ha sido el viejo aparatchik soviético, que no disimula su dolor, Eduard Shevarnadze, que ha votado en las elecciones a quien fue su protegido, que lo acaba de liquidar -defenestrar- en la vida política y que ha sido un hombre que desde las rígidas profundidades del aparato soviético supo llegar al conocimiento necesario de las voluntades humanas como para ser pieza principal en el desmantelamiento de un régimen en esencia asesino.

En Georgia gana un supuesto yuppie con los escrúpulos de un agente de bolsa, en Eslovaquia se forma una alianza de nacionalistas que van desde el fascismo a la supuesta moderación que comparte con los primeros los objetivos y en Serbia ganan las elecciones quienes sueñan con sacar los ojos con cucharas a quienes no piensan como ellos. Pero no hablamos sólo de Europa Oriental. En el País Vasco, el Gobierno declara el libre albedrío de los no nacionalistas. Y los herederos de políticos otrora reflexionantes improvisan propuestas que ponen patas arriba esa Paz de Westphalia que muchos creímos era nuestra Constitución española de 1978. Feliz año, en Georgia y aquí. Wallestein era un aventurero, pero estaría asombrado ante la insensatez que desplegamos.

Conocer lo que pasa fuera, es entender lo que pasará dentro, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_