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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El año del mono

Un hombre joven leía en el cuarto de una pensión barcelonesa, era el mes de junio y hacía mucho calor, y entonces vio un mono. El hombre se llamaba Cristóbal Serra, había nacido en la isla de Mallorca y aunque luego sería un gran escritor, uno de esos que construyen mundos con pocas palabras, entonces era un estudiante que mordía las rocas del Derecho Administrativo, la más desabrida rama de las leyes. A la pensión se entraba por la plaza Real, aunque sus mayores ventanales daban a La Rambla. Por lo demás, era el año 1941 en España.

El mono tenía un tamaño considerable y aunque por el momento estaba quieto no dejaba de emitir una especie de zumbido, aunque ignorante y seguramente beodo, poco tranquilizador. El estudiante estaba quieto también, paralizado por los acontecimientos, sería mejor decir. Pensó en su vida. Estudiaba Derecho por libre y venía de Mallorca a Barcelona para examinarse. Tenía 20 años y había visto en las cunetas de la carretera de Calvià cuerpos de fusilados amontonándose. El mono tenía una expresión airada, dientes prominentes y una pelambrera negroide. Había entrado por el balcón, casi seguro, descolgándose de vaya usted a saber qué rama o ramera. El cuarto ardía y el estudiante sudaba en camiseta imperio. Se volvió hacia sí mismo, hacia el interior de sí mismo. Las cuatro de la tarde. Una pensión después de la última guerra civil. El calor y el Derecho Administrativo. Un joven y un mono. El mono se mostraba cada vez más agresivo y hasta levantó el puño, sin dejar nunca el zumbido ronco, su esputo de mono entre boca y bronquios. Siguió con su vida. En la pensión había un hospedado muy chusco, andaluz probablemente. Qué tío. Un día, cuando le pusieron el plato con la costilla en la mesa, se levantó muy ceremoniosamente, metió la mano en el bolsillo y sacó una cinta de medir. Llamó a la patrona y le pidió que observara cómo medía la costilla, la seca costilla, medirla para qué, eso pensó la patrona, los estudiantes, el mismo medidor lo pensaría, y cuando dijo en voz alta los centímetros se sentó y se calló, cansado y feliz. Quizá, muchos años después, el estudiante escribiría algo sobre eso, razonando sobre el feliz cansancio que aturde al hombre cuando enfrenta disparate y realidad.

Serra, que luego sería escritor, uno de esos que construyen mundos con pocas palabras, era un estudiante que mordía las rocas del Derecho

Oyó voces. Voces de mujer. Venían del balcón. Se levantó tomando grandes precauciones, sin dejar un momento de vigilar al mono, y se llegó hasta el balcón. Asomando por el edificio contiguo, en efecto, una mujer gritaba como si llamara a un niño, un nombre de todos modos incomprensible, una onomatopeya, otro esputo.

-¿No habrá usted visto un mono? -se serenó.

El joven Serra le contestó que no sólo lo había visto, sino que en ese mismo instante, tomada la confianza, estaba dando saltos de su cama al escritorio, aprovechando la lámpara. Ella dijo por Dios y añadió, a la vez, ahora bajo y ahora subo, prueba gramatical, por si faltaran, de su existencia. Antes de entrar de nuevo en la habitación el joven se detuvo en las mujeres de su época. Una de las que más frecuentaba era la vieja que cada mañana le ofrecía un chusco de pan blanco amasado en los fondos de su faltriquera. El pan de higos que buscaba a su valleinclán.

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Quiso seguir pero la gorda entraba en la habitación. La cercanía había acabado con su condición de mujer para dejarla sólo en volumen. Contra toda previsión de roce y cariño, el mono no se lanzó en sus brazos y la gorda seguía dando gritos en pos. En un momento determinado de su fracaso se encaró con el estudiante como responsabilizándolo del robo, o qué más, ¡incluso del secuestro!, y el joven voló en seguida de allí para imaginar al mono, por las noches, caliente bajo el edredón de sus lecheras y sólo regresó, al filo de las más histéricas evoluciones de la mujer, para rumiar la paradoja que el tiempo acabaría de escribir con su pluma, esto es, que en la ofuscada razón de la gorda todo estaba claro.

Al fin mono y mujer se abrazaron, y no habían salido aún del cuarto cuando el joven empezó a notar los primeros picores, situación que fue agravándose en pocos minutos. Se desnudó, se lavó, se tumbó en el jergón, pero no fue hasta al cabo de varias horas que pudo decir (sólo decirse, en realidad) que la situación estaba bajo control. La tarde estaba ya echada, y sobre el librote de Administrativo caía una luz dorada. Se vistió y salió a la calle sin rumbo, pues necesitaba pensar en lo que había ocurrido.

Cristóbal Serra tiene más de 80 años. Una vez lo alabó Octavio Paz. Observa el paseo de aquel muchacho, con el crepúsculo afinado, por la Barcelona del año del mono. Si aquella tarde no desequilibró definitivamente su vida y la enroscó en el absurdo (la boa constrictor de Ionesco, Beckett o Michaux) quizá fuera porque ya había leído a Montaigne: "Me encontraba en Barcelona", escribe en Las líneas de mi vida. "Acababa de aprobar varias asignaturas de Derecho. En busca de un libro para leer, entré en una librería, y quiso el azar que mis ojos se fijaran en una edición de los Ensayos de Montaigne que jamás esperé encontrar en un lugar como aquél, especializado en temas legales". O sea, que gracias a ese azar pudo convivir con el absurdo, como se convive con una dulce enfermedad crónica, sin que lo matara: o mucho peor sin que lo redujera a payasería. El mono saltarín que sólo le guiña el ojo desde el firme corazón de la creencia.

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