El monte Titiroa, el hogar del anillo
Un helicóptero nos posa sobre la cima del Titiroa, en una pequeña depresión entre dos pequeñas lagunas salpicada con la última nieve del año. Podría ser un monte más de Nueva Zelanda, pero no lo es. Y no sólo porque allí se hayan rodado escenas de El señor de los anillos, ni porque persona alguna haya vuelto allí desde entonces, ni porque nos lo haya descubierto el piloto del helicóptero del Calypso, el barco de Jacques Cousteau. No, es un lugar especial porque a sus pies se extiende la zona de los fiordos de la isla Sur, con bosques, ríos, lagos y otros montes, parajes absolutamente vírgenes sin posibilidad de acceso.
Más al sur de aquí, ya sólo queda la Antártida. Y es que Nueva Zelanda, con sus signos de continente separado del Pangea irremediablemente, sorprende al viajero a cada paso. Kauris milenarios, árboles de gran altura como el Tane Mahuta, o Dios del Bosque, cuya copa se eleva 50 metros por encima del suelo. Zonas geotérmicas donde se siente el latido de la Tierra en los géiseres y ríos de azufre, y en el intenso, pero más tarde familiar, olor a huevos podridos. Pastos verdes sobre colinas ondulantes en los que uno podría esperar ver algún poblado hobbit. Playas aisladas de misteriosa belleza asomándose al Pacífico. Selvas tropicales con una intrincada vegetación de árboles, plantas y flores desconocidos para los europeos y, en general, para los habitantes del hemisferio norte. Una gran variedad de helechos que crecen por doquier, ya sean prados, selvas o el borde de los caminos, entre los que destaca el ponga o helecho plateado, símbolo nacional que lucen en su camiseta los jugadores de rugby All Blacks, otro emblema del que presumen los kiwis. Fiordos profundos bordeados de inmensas montañas con nieve, y grandiosas cataratas que crean una capa de agua dulce de cuatro o cinco metros sobre el agua de mar. Glaciares al borde del mar, con sus hielos añejos y azules vecinos a bosquecillos tropicales. Cientos de ríos y lagos. Algunos con unas aguas turquesas increíbles por las partículas de roca provenientes de los glaciares. Preciosos nombres maoríes de lugares y ciudades, tan difíciles de aprender. Y la hospitalidad de los neozelandeses, que hace que te sientas en casa, aunque por el rabillo del ojo veas un helecho plateado de más de dos metros...
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