Érase una vez
Los peces grandes devoran a los chicos y las grandes superficies engullen a los pequeños comercios, especie en vías de extinción cuya supervivencia no cuenta con la tutela de organizaciones ecologistas ni con la protección de organismos del Estado. El neoliberalismo rampante, fiel a los principios del liberalismo de toda la vida, deja hacer y deja pasar y, en consecuencia con sus nuevos postulados, favorece a los grandes depredadores y les ayuda a cobrar sus pequeñas presas en las procelosas aguas del hipermercado único, grande y libre. La globalización se hincha, los centros comerciales y de ocio proliferan sin coto y sin tasa y convocan a las masas para la gran ceremonia del consumo masivo y compulsivo; comprar no es satisfacer las necesidades básicas de suministro, sino un acto lúdico y liberador como ir al cine, de copas, o de merienda. Los centros comerciales cubren todas las expectativas y se convierten en polos de la transacción económica y de la actividad social. Las calles de las ciudades se vacían y los pasillos de las ciudadelas comerciales se pueblan; tras las murallas de la fortaleza, donde no hace ni frío ni calor y no existen ni el día ni la noche, las masas alegran sus corazones y vacían sus bolsillos.
La nueva ley de vida de los neoliberales es la vieja ley de la selva, maquillada por las engañosas y sugerentes imágenes de la publicidad. Los detallistas no tienen cabida en este hipertrofiado y multicolor globo donde todo se hace al por mayor y a grosso modo, un mundo en el que no cabe el detalle. El pequeño comercio madrileño ha perdido un 47% de su mercado desde 1997, el 47,5% según la Federación de Trabajadores Autónomos, que narraban su odisea, sin perspectivas de arribar a buen puerto, anteayer en estas páginas. El comercio tradicional es una reliquia del pasado, materia de estudio para arqueólogos y antropólogos urbanos.
Érase una vez, contarán los cuentos, un barrio, en el que el panadero le compraba al panadero y al lechero, al sastre y al zapatero de la esquina que le compraban el pan a él y así sucesiva y recíprocamente, y los mismos gastados billetes y sucias monedas circulaban entre ellos formando un círculo vicioso y poco higiénico, y las cajas registradoras tintineaban con mecánico soniquete que reverberaba con felices ecos en los oídos de los tenderos, siempre con el cabo de lápiz detrás de la oreja y a mano el cuaderno de tapas de hule donde se anotaba el crédito, sin intereses, ni comisiones, de los clientes de toda la vida y de todos los días. Costumbres arcaicas de civilizaciones obsoletas que no conocían los rudimentos de la nueva economía, pero, bajo esa pátina de sencilla placidez, se ocultaba una práctica comercial mezquina y fraudulenta: Al conceder créditos sin interés, los comerciantes usurpaban las funciones de las entidades crediticias y les arrebataban sus honradas comisiones, además los ridículos márgenes de beneficio les forzaban a veces a escatimar en el peso y a trampear con la calidad de sus productos, impidiéndoles además efectuar mejoras y modernizar sus establecimientos para adecuarlos a las demandas del mercado y a las nuevas normas de higiene y de seguridad...
Hasta que amaneció una nueva era, las tiendas de ultramarinos y coloniales fueron colonizadas por franquicias mayoritariamente ultramarinas, transpirenaicas o transalpinas, y los centros comerciales, hipermercados y megasuperficies acabaron con los detallistas y sus miserias. Los sucios billetes y las gastadas monedas desaparecieron, volaron lejos del barrio, de la ciudad, del país, del mapa y se sublimaron en el limbo monetario y global, agujero negro que todo lo absorbe y que nadie sabe dónde lo mete.
Los nuevos consumidores, esclavos del plástico y del préstamo, se ven obligados a consumir también productos financieros en forma de créditos al consumo, productos de riesgo porque el 73% de las entidades crediticias dedicadas a estos menesteres que han sido inspeccionadas este año por la Comunidad de Madrid incumplen la ley y trampean con los contratos, sabedoras de que cuando la necesidad acucia la gente no se lee la letra pequeña. El liberalismo económico se confunde fácilmente con el libertinaje financiero.