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Columna
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¡Una estrella, por favor!

De Italia, por correo electrónico, me llega la postal navideña de Marinella, feminista y profesora de teología. La ilustración virtual muestra a los tres reyes magos intentando avanzar por la línea del horizonte bajo un cielo nocturno muy oscuro, en el que nada brilla, ni siquiera la típica estrella de cola dorada. Los camellos hollan una tierra completamente negra. En la parte correspondiente al cielo, sustituyendo a la estrella ausente, un pensamiento de Hans-Georg Gadamer: "Siempre me he preguntado sobre las condiciones practicables para la construcción de un futuro sensato, racional, pero en momentos como este me parece, en tanto que europeo, que no tengo instrumentos adecuados para leer lo que está pasando". Y sobre la tierra negra, la felicitación de Marinella: "A tutti un caro augurio di trovare una stella da seguire". Mi hija, que es joven y alegre, se sorprende del pesimismo que destilan estos magos sin lucero, y aprovecho la ocasión para ponerme en plan abuelo cebolleta: una parte de mi generación -le digo-, quizá no la más visible ni la más extrovertida, tiene una intensa consciencia de oscuridad. Hemos visto desaparecer del firmamento todas las brillantes estelas que iluminaron los grandes caminos y andamos por el mundo, como los magos de la postal de Marinella, dando tumbos.

En el sigloXXI pagamos las deudas del pasado. El Gulag y el Holocausto fueron la expresión monstruosa y trágica de los sueños de la razón

El pesimismo de las generaciones maduras puede tener, a los ojos de los descendientes, un aire ridículo. A todas las generaciones les sucede algo parecido. En cuanto otean el ocaso, se irritan o desasosiegan ante el aparente desorden que altera el paisaje familiar. Es pertinente y necesario, por tanto, ponerse las gafas de la autoironía para observar el devenir de las cosas, especialmente si las cosas empiezan ya a resbalarnos de las manos. Sin embargo, siendo de veras muy pertinente esta distancia irónica para impedir que se imponga una caliente mirada subjetiva, lo cierto es que, se mire como se mire, en nuestro tiempo se han producido no sólo grandes cambios, sino auténticos cataclismos culturales que han llenado el paisaje de ruinas. Bastará con apuntar algunos. El grotesco hundimiento de la utopía igualitaria que ha desarmado cualquier alternativa genérica al sistema liberal. La crisis de la razón ilustrada y el fervoroso rebote de las emociones colectivas. La transformación de Estados Unidos en una nueva Roma y la inquietante respuesta del fanatismo islámico. La conversión de la anterior bipolaridad ideológica (comunismo-capitalismo) en un amenazante choque de civilizaciones (occidentalismo-islamismo) que puede llegar a enmascarar y a suplantar la tensión económica entre el mundo opulento y el mundo miserable. Las grandes migraciones africanas y orientales sobre Europa y el refuerzo del pleito identitario. La derrota de nuestros sistemas de valores (católico, progresista o tradicional) en manos del supremo poder de la avidez y la rentabilidad. La gran revolución mundial de las comunicaciones, que ha comportado, por una parte, la homogeneización cultural y, por otra, el autismo de las culturas amenazadas. El hundimiento de las vanguardias artísticas y culturales, sepultadas bajo el imperio de las audiencias; unas audiencias que, por otro lado, arrastran la respuesta kitsch o trivial ante cualquier dilema cultural, de manera que, en realidad, están barriendo todos los rastros del racionalismo: flaquea la escuela como portadora de valores intelectuales, se marchitan las jerarquías académicas, se derrumba todo sentido que no sea económico.

En el fondo de todos estos choques antagónicos, característicos de este inicio de siglo, subyace un viejo pleito. El que enfrentó, hace ya siglos, a razón y pasión o, lo que es lo mismo: a modernidad y tradición; a progreso y atavismo. Durante el siglo XX, el racionalismo ganó la partida ideológica, incluso después de aquellas insoportables barbaridades: las guerras mundiales, la bomba atómica, el Holocausto, el Gulag. Diríase que en el siglo XXI estamos pagando las deudas del pasado. El Gulag y el Holocausto fueron la expresión monstruosa y trágica de los sueños de la razón, mientras que las rupturas de los años sesenta expresaron, de una manera generalmente festiva y confusa, el hastío de toda razón. La revolución de las costumbres; la explosión del sentimentalismo hippie, preecologista; el radicalismo antiautoritario; la beatería orientalista y la apasionada defensa de la cultura de masas desarmaron a la cultura racionalista.

Sobrevivió, ciertamente, la razón económica, reforzada por la fatiga de la crítica. La razón económica, como los dioses arcaicos, está ahora al margen de las disputas humanas (el dinero, como ejemplifica la Bolsa, responde a una lógica tan abstracta y racional, que se ha convertido en un ente completamente autónomo: da la vuelta al mundo cada día, impasible y regular, de oriente a occidente, al margen de la voluntad e, incluso, de los intereses de aquellos que lo poseen en grandes sumas). La razón humanista y crítica, en cambio, no puede más que expresar la perplejidad: "No tengo instrumentos adecuados para leer lo que está pasando". O para expresar deseos. "¡Una estrella, por favor: un poco de luz!".

Tal como el último trimestre electoral ha evidenciado, la fuerza con la que la espuma de la política nos conmueve puede llegar a eclipsar la sensación de vacío y desconcierto que el presente produce. Pero, a poco que uno husmee en los entresijos de nuestra realidad, descubre hasta qué punto el desconcierto nos invade. No hay más que observar las flamantes luces navideñas de la ciudad de Barcelona. Los modernos artistas invitados a rediseñar nuestro imaginario y las autoridades municipales no parecen dudar. Proclaman sin rubor alguno, con burbujeante sonrisa, que el dinero, las compras, los regalos, son nuestra única devoción. Han enviado al niño Jesús y a los angelitos al baúl de los recuerdos (del cual, no lo duden ni un instante, regresarán algún día con rebote). Risueños nihilistas, algunos progresistas modernos ríen y ríen sin saber por qué. ¿No sería más sutil, en tiempos de mudanza, ambicionar, como J. V. Foix, al menos una síntesis? "M'exalta el nou i m'enamora el vell" no es una consigna estelar, pero es, cuando menos, un reto artístico de verdad.

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