Abusos y escarnios del narrador
No deja de causar asombro, por no decir irritación, la engañosa descripción con que, desde la solapa o contracubierta, algunos editores apoyan la promoción de sus libros. En el caso de la primera novela de Diego Doncel (Malpartida de Cáceres, 1964), ese ejercicio paratextual ha alcanzado una cima difícil de superar. Claro que, muy acorde con el título más bien inefable, El ángulo de los secretos femeninos, lo que ahí se dice es condigno de esa misma impostación retórica, cuyo significado pertenece al limbo de la semántica. No sé qué idea podrá hacerse el lector sobre un personaje, "fugitivo de sí mismo", que intenta responder a preguntas del tipo: "¿Qué secretos se ocultan en el corazón de las mujeres?" o "¿cuál es el universo fascinante de su intimidad?", pero de entrada, así expresadas, parecen cuestiones más propias de la prensa rosa, o frases publicitarias de cosmética, que los enunciados de una preocupación existencial.
Pero más sorprendente aún, si cabe, es que la novela tampoco va de eso; en realidad, El ángulo de los secretos femeninos, dicho a las claras, es un conglomerado de hipertrofia psicológica, con mucha seudopoesía, mucho falso enigma sobre la personalidad, diálogos con dosis paniaguadas de absurdo y culturalismo, algo de hipnoterapia, y personajes de difusa entidad que, sin embargo, para que el producto resulte moderno, se llaman Peter Binswanger, Alfred Herzfelde, Dora Holz, Bruno Meadow, Beredicte N'Zsguete, mientras el protagonista se llama Claudio, acaso para recordar al lector que no todos vienen de Bucarest, de las orillas del mar Muerto o de Cernovoda. ¿Y de dónde viene Claudio? Tampoco lo sabemos. Ha sido testigo, se supone, pues todo en esta novela se supone, del suicidio de Barb, una mujer cuya personalidad era "una anarquía de átomos", y decide tomar un avión a una isla mediterránea -¿Ibiza, Mallorca?-, aunque el narrador omnisciente, que exhibe en todo momento una increíble torpeza, lo describe, porque suena más bonito, "sentado en un avión con rumbo desconocido". Ya con el pie en la isla, las peripecias de Claudio se someten al capricho del narrador, que tiene por costumbre colocarle en cualquier situación, en general absurda y cosmopolita, lo que le permite divagar sobre cualquier cosa, venga o no a cuento, y acumular desvaríos, como este retrato: "Era un espécimen de una estatura y de una corpulencia tan desmesuradas que el vientre le abultaba como si tuviera alojado allí un par de autopistas de intestino y un hígado del tamaño de México DF". No, no es una narración fantástica, aunque tenga mucha traca verbal. En fin, alguien debería haberle dicho a Diego Doncel que la expresividad nada tiene que ver con la exageración delirante. Y, ya puestos, también podía haberle advertido de que una novela se sostiene por el equilibrio y la solvencia de la voz del narrador. Sin sostén ni orientación, Doncel ha compuesto una novela de igual corpulencia imaginaria que ese personaje: desmesurada, abultada, y de un tamaño donde sobra todo. El narrador y el autor son personas distintas, que no se deben confundir. Pero maravilla que el autor se haya servido, para hablar de desarreglos de la personalidad, de un narrador que es candidato seguro al electrochoque. ¿Qué se puede pensar de quien, para expresar la perturbación de Claudio ante un muñeco, dice de su protagonista: "Temió haberse vuelto loco o afeminado o corruptor de menores, ser una desolada y triste víctima de sus deseos?". En fin.
La otra novela que hoy visita esta sección también adolece de infatuación, y también comete un considerable atropello a la entidad del narrador, esta vez en primera persona y con figura conocida. La condena del silencio. Últimas palabras de Ludwig van Beethoven, de Alan Ferreiro (País de Gales), está escrita con un fervor sin condiciones al gran músico, fruto de un gran conocimiento de su biografía, pero con tan artificioso engolamiento que el autor de la Novena parece un capellán resentido por no haber llegado nunca a Papa, a pesar de haber sido "tocado por la divinidad para iluminar a los hombres con la fuerza de mis creaciones". El lector debe hacer un gran esfuerzo para no reír ante el patetismo gestual de titán incomprendido y la verbosidad grandilocuente con que este Beethoven espeta al mundo su grandeza. Y resulta difícil aceptar sin reservas, no ya su ampulosidad y afectación, sino la moralina burguesa, o más bien el puritanismo doméstico con que cuenta los enfrentamientos con sus cuñadas, que ocupan buena parte de la novela. Beethoven se erige aquí en guardián ultramontano de su honra familiar: "Nuevamente el apellido que estaba llamado a brillar a lo largo y ancho de la historia de la belleza y del arte era mancillado por una mujer que se acercaba a mi familia como una sanguijuela". No es mucho mejor el músico con su sobrino Karl, "a quien he amado más que a nadie en el mundo con un amor filial (sic), igual que el de un padre". Por otro lado, la recreación histórica es de manual de bachillerato, y las pocas referencias literarias son brutalmente humillantes, tanto para el músico como para el lector: "De Homero admiré su capacidad para la épica, puesta de manifiesto con brillantez en Ilíada y Odisea". Dios mío, si éste es el músico que admira Alan Ferreiro, de qué modo tratará a los que aborrece. Me olvidaba de la coartada editorial: la novela "nos acerca al lado humano de Beethoven".
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