Muere una mujer
Uno. Aparece en escena la Sardá, cráneo rapado, bata verde de hospital, uncida a un gota a gota. "Buenas noches. Voy a contarles el final de esta obra. Dentro de dos horas estaré muerta". La Sardá es Vivian Bering y la obra es Wit, de Margaret Edson (Pulitzer 1988), última entrega en el Negociado de Agonizantes Sarcásticos, un minigénero en el que destacaron Whose Life Is It Anyway, de Brian Clark (El dret d'escollir, en la versión de Flotats); Una visita inoportuna, de Copi, o Duet for One (Duet per a un sol violí), de Tom Kempinsky, que, curiosamente, unió por primera vez a la Sardá y a Lluís Pasqual hará más de veinte años, en el Poliorama. Allí, la Sardá tenía esclerosis múltiple y aquí tiene cáncer de ovarios: sin duda la veteranía es un grado. ¿Podemos hacer chistes sobre el cáncer? Bueno, casi diría que no queda otro remedio. Ése es el tema de la obra: una mujer se enfrenta al cáncer con todo el humor del que es capaz, hasta que, como es lógico, el sarcasmo defensivo cede terreno a la metástasis del espanto. "Yo creía que bastaba con ser muy inteligente", dice Vivian/Sardá, "pero ahora tengo miedo. Mucho miedo". Hay un segundo tema o subtrama: la inhumanidad del actual sistema sanitario. Y un lema: "Déjenme morir en paz". Vivian Bering, doctora en literatura inglesa, facción John Donne, acepta (a la fuerza ahorcan) un brutal tratamiento de choque. No tardará en descubrir que está "en la fase cuatro, y no hay fase cinco". Y que a los médicos tan sólo les interesa averiguar hasta qué punto su organismo resiste los embates de una quimioterapia intensiva. Tenemos a un médico veterano, el doctor Harvey Kalekian (Fernando Guillén), que recubre su indiferencia esencial con una leve capa de compasión, y un médico joven, el doctor Jason Posner (Pau Miró), al que la compasión no le hace maldita falta: para él, la señora Bering es un simple conejillo de indias. Posner, ironía trágica, fue alumno de miss Bering, y ella le insufló la seca inhumanidad del investigador "puro": desamor con desamor se paga. Suerte que a su cuidado está la enfermera Susie Monahan (Mercé Pons), corta de luces pero con un corazón que no le cabe en el pecho.
Sobre Wit, con Rosa María Sardá, dirigida por Lluís Pasqual en el Borrás de Barcelona
El texto de Margaret Edson es esquemático y a ratos hace pensar en un monólogo con incrustaciones: quizá pensó su autora que el gran drama de la protagonista le eximía de crear otras situaciones dramáticas. El perfil académico de la profesora Bering sólo funciona cuando su concepto central -el ingenio de John Donne aplicado al combate entre la Vida y la Muerte, con mayúsculas metafísicas- se expresa "en drama", al insuflarse en sus reacciones bajo presión. Por el contrario, cuando tan sólo es evocado verbalmente o en flash-back, uno se encuentra ansiando, con sorprendente sadismo, la pronta reanudación de la terapia. Así, el mejor momento de la función tiene lugar cuando miss Bering ya no soporta la soledad de su habitación y en plena madrugada pulsa el timbre, y aparece la enfermera Monahan y le ofrece un helado para su garganta destrozada por las radiaciones, y mientras lo comparten como una breve eucaristía, la enferma confiesa su terror ante la muerte próxima: "Me siento como un estudiante ante el examen final: no sé qué escribir y, peor aún, no entiendo la pregunta". Un gran momento de verdad teatral, desnuda, expresiva y conmovedora, que vuelve innecesarias las digresiones precedentes.
Dos. Wit es una pequeña obra para una gran actriz. Con ella triunfó Kathleen Chalfant en el Union Square de Nueva York. Hará dos años, Emma Thompson, demasiado joven para el papel, la interpretó en una producción dirigida por Mike Nichols.
Rosa María Sardá ha "vuelto" al teatro por la puerta grande a lomos de esta función, tres años después de Olors, de Benet i Jornet. Ella es el imán: vamos al Borràs para ver a la Sardá ofreciéndose en sacrificio. Estamos aquí para verla rapada, sufriendo, vomitando e ironizando. Y la gran actriz nos da lo que buscamos pero sin un átomo de melodrama, sin grandilocuencias trágicas. Y, sobre todo, sin que por debajo de Vivian Bering la oigamos clamar: "Observen cómo me dejo la piel en escena". No hay lucimiento en la extenuación sino una gran elegancia de sentimiento: ése es el gran regalo de la Sardá y de Pasqual en esta función. Hay una voz secreta y sensata que susurra: "Éste es mi trabajo, y lo hago con toda la humanidad y toda la inteligencia que tengo, con todo lo que he aprendido en la escena y en la vida. Ni más ni menos". En el programa, Pasqual compara a la Sardá, muy justamente, "con un instrumento de cuerda, capaz de emitir varias octavas distintas al mismo tiempo". Como respuesta, ahí está el silencio denso y cómplice, atento y respetuoso, con el que el público asiste a la ordalía del personaje. Sin embargo, hay que reprocharle a un director del calibre de Pasqual un cierto descuido en la puesta en escena: del resto del reparto sólo funcionan plenamente Mercé Pons, la enfermera, y Pau Miró, el médico joven. Fernando Guillén está ampuloso, y a Teresa Lozano no hay quien se la crea como la señora Ashford, la gran maestra de Vivian Bering. La penúltima escena, muy emotiva en el texto original -Mrs. Ashford aparece en la habitación para contarle a su discípula un cuento infantil a guisa de despedida-, está aquí al borde del ridículo, con la señora Lozano convertida, por obra y gracia de la dirección, en la Abuelita Paz del Tiovivo. Y puede ser una enorme actriz dramática, llena de fuerza y desgarro: lo demostró sobradamente en Residuals, de Jordi Teixidor, a finales de los ochenta.
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