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¿Orgullosos? ¡Tremendamente!

Al insigne piloto de aviación Julio Ruiz de Alda (Estella, 1879-Madrid, 1936), además de gestas históricas como el vuelo del Plus Ultra, debemos una precisión geográfica que por un tiempo figuró en los libros de texto escolares: "España limita al sur con la vergüenza de Gibraltar". Si de navarros como don Julio -don Julio Ruiz de Alda, no don Julio Caro Baroja- dependiera, el dispendio de energías que supuso el impetuoso asalto del islote Perejil, hubiera sido reconducido hacia mejor finalidad histórica: la reparación de esa vergüenza que consiste en que la bandera británica siga izada en la cumbre de tan simbólico y pelado peñasco.

De hecho, es extraño que los navarros no hayamos ido, por nuestra cuenta y riesgo, en algún momento de ardor guerrero, al asalto de Gibraltar. Quizá don Julio murió muy tempranamente, o quizá ya no somos los que fuimos.

Es conocido que, en materia de impetuosidad bélica, a los navarros, históricamente, igual que a los tejanos, nos ha gustado ir de avanzadilla. Sabido es que Texas declaró la guerra a Alemania un año antes de lo de Pearl Harbour y que para cuando muchos españoles, en la pasada contienda incivil, se echaron un máuser al hombro, por las faldas de Montejurra había quien llevaba ya un lustro de marchas marciales y maniobras de asalto.

Cuentan los viajeros que en Texas siguen haciendo furor los sombreros denominados de origen y los adhesivos en las traseras de los coches que dicen: "Hecho en Texas por tejanos". El mismo tipo de ostentaciones raciales se ve por aquí, al sur de los Pirineos. Son un tipo de ostentaciones que, como los consejos de ministros de los viernes -se haya decidido en ellos ir al asalto de Perejil o no-, sólo admiten tres posibles estados de ánimo: orgullosos, muy orgullosos, tremendamente orgullosos.

Nuestro orgullo regional se ha visto recientemente plasmado en un texto jurídico que ha dado en llamarse "Ley Foral de Símbolos de Navarra". El texto, ya entrado en vigor, proclama en su exposición de motivos que la consistencia de cosas de una densidad tan difícil de medir como el orgullo identitario, sólo puede apreciarse debidamente, como saben muy bien en Texas, por ostentanciones simbólicas como las que nos ocupan. A efectos, pues, de que las ostentanciones simbólicas proliferen, el articulado de la ley da cuenta detallada de todas aquellas situaciones en que las autoridades deberán hacer profusa entrega de ese material que mueve a la emoción, en cuantas sedes administrativas se le ocurren al legislador y sin olvidar los patios de las escuelas. Sabedor de que el amor a nuestros símbolos, aquí como en el "Estado de la Estrella Solitaria", es inconmensurable, el legislador promete una próxima entrega legal en la que se reglarán extremos tan delicados como la inserción de los símbolos propios en las etiquetas de productos denominados de origen y, quizá, en los adhesivos de los vehículos de tracción motora -pues los vehículos de tracción equina, son ya por estos pagos casi tan raros como en Texas-.

Por otro lado, quizá porque el asalto de Gibraltar se nos presenta hoy a los naturales de estas tierras como algo tan disparatado que ni la invasión de Perejil, el legislador no oculta en su texto la voluntad de ser belicoso con cierta bandera tan bicrucífera como la británica. No iremos, pues, al asalto del Peñón, pero que sepa por ahí, quien tenga que saberlo, que quien tuvo, retuvo, y que no admitiremos vergüenzas simbólicas en ninguno de nuestros puntos cardinales. La ley, debido a una disposición transitoria introducida por la oposición a nuestro orgulloso gobierno, obliga igualmente a retirar de toda sede pública los símbolos de cuando don Julio, con tremendo orgullo, escribía gestas aéreas y artilleras. ¡Qué tiempos aquellos!

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