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Columna
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Himnos

Vivimos tiempos de muchos himnos. Cánticos locales y comarcales, provinciales y regionales, artísticos y artesanales, públicos y privados, deportivos y religiosos, patronales y sindicales, autonómicos y de las nacionalidades, de las Naciones Unidas y de las desunidas, de las humanizadas y las deshumanizadas, y hasta dicen que ya circula un himno a Sadam Husein barbudo y preso, triste y asesino, recién sacado del zulo, con olor a lodo y a sangre, y hasta comprendido por cierta izquierda irredenta, la misma que, en el fondo, admiraba al genocida Milosevic y acaso a los talibanes. La misma gente que también anda entre los himnos y andas a un dictador caribeño.

Hay tantos himnos que a veces se equivocan quienes los interpretan, como le pasó a aquel trompetista australiano, calvo y prestigioso, que en la ceremonia de la Copa Davis de tenis resucitó las notas del himno de Riego, el militar republicano y liberal que nació en la misma tierra que la futura reina de España, doña Letizia. Hay tantos himnos que casi nadie se sabe ninguno del todo bien, y por eso abundan la confusión y el tarareo. Con todo, eso a la postre importa poco, pues lo que vale son las lágrimas que los himnos despiertan, las identidades peligrosas, excluyentes o no. El himno es un camino hacia ese llanto que fecunda la melancolía en el mejor de los casos, y el odio en el peor y no tan raro.

Tal vez lo ideal sería que todos los himnos se convirtieran en uno solo. Para todos los estados y religiones, razas y credos, océanos y tierras firmes, desiertos y vergeles, fraternidades y agnosticismos, instituciones y sueños. Ese himno, naturalmente, sólo podría ser el silencio que todo lo une. El silencio que es el último estadio de la poesía, su horizonte que siempre se escapa. El silencio donde el hombre y la mujer se construyen a solas. Sería fabuloso trocar la fanfarria por la meditación, aunque ésta sólo durara un minuto en medio de un mitin, de un partido de fútbol, de un desfile de no se qué.

Que el silencio nos desnude a todos.

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