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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tráfico mortal

El examen pormenorizado de los accidentes de circulación del reciente puente de la Constitución, que se saldaron con el balance terrible de 76 muertos, revela algunas de las funestas costumbres y errores de los conductores españoles y, al mismo tiempo, ilustra sobre las soluciones para tan terrible problema. Está demostrado que más de un tercio de las víctimas no llevaba abrochado el cinturón; en otro 28% de los casos bien pudo producirse la misma negligencia. En el 50% de los accidentes cabe hablar de velocidad inadecuada -excesiva en muchos casos- o distracciones del conductor. Y el 55% de los muertos tenía menos de 30 años. Con estos apuntes se puede dibujar el retrato robot del conductor más proclive a dejarse la piel en el asfalto: joven, reticente a abrocharse el cinturón, propenso a circular por encima del límite permitido de velocidad y a despistes que suelen ser fatales.

Pero este retrato robot no lo explica todo. El número y la gravedad de los accidentes de circulación es una función compleja de varios factores. De la velocidad a que se circula, por supuesto; pero no sólo. También del estado y calidad de las carreteras -sólo el 30% de los accidentes analizados ocurrió en carreteras de doble vía-, de la calidad del vehículo -los planes Prever no han conseguido aumentar significativamente el porcentaje de coches más modernos y seguros-, de la enseñanza recibida por el conductor y del grado de vigilancia policial que se despliega en carreteras, autovías y autopistas.

Disposiciones como la aprobada en la Ley de Acompañamiento de los Presupuestos que permite a la Guardia Civil o Policía de Tráfico retirar discrecionalmente el carné de conducir a los conductores implicados en un accidente que muestren "síntomas evidentes de que han perdido las condiciones necesarias para conducir" son, además de ilegales -la retirada debe decidirla un juez-, totalmente inútiles sin el acompañamiento debido. Los conductores salen a la carretera convencidos de la improbabilidad de ser cogidos in fraganti. La impunidad es el clima dominante en el asfalto.

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La tragedia puede afrontarse cargando la responsabilidad al conductor, el error en que se ha incurrido hasta ahora sin resultados apreciables, o aceptando que es un problema en el que deben implicarse a fondo las administraciones. Esa implicación requiere más inversión en desdoblar carreteras y mejorar los firmes; más dinero para formar más y mejores agentes de tráfico que identifiquen a quienes circulan con velocidades notoriamente excesivas o bajo los efectos del alcohol; mejor coordinación con la justicia para imponer y cobrar multas a quienes vulneren la ley, y una política de educación vial que comience desde la infancia en las escuelas y continúe con exigencias psicológicas y físicas más duras para disponer del derecho a ponerse al volante de un coche. Así se ha hecho en Francia o Alemania y se ha conseguido reducir el número de accidentes y muertos. Claro que ese compromiso requiere algo más que cumplir con la rutina anual de pagar anuncios que aterroricen a los conductores. El rastro de cadáveres en las carreteras ha demostrado que el recurso al miedo es una política negligente y fracasada.

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