La margarita, deshojada
"Es que yo llevo 11 años con coche oficial, y la semana próxima ya no lo tendré... ¡No sé si seré capaz de acostumbrarme!". La confidencia, cazada al vuelo el pasado viernes en el palacio de la Generalitat, durante la recepción vespertina con motivo del Día de la Constitución, refleja sin duda el estado de desánimo de unos cientos de altos cargos convergentes de la Administración catalana a punto de perder sus puestos y las regalías que éstos implican. Sin embargo, sería grotesco reducir a este factor -tan prosaico y tan humano- la sorpresa, la decepción y el malestar que, a lo largo de las últimas fechas, han sentido ese millón largo de electores que, el pasado 16 de noviembre, se acostaron con la sensación de haber ganado y después se han descubierto perdedores. Digo que sería grotesco porque no hay en Cataluña ni un millón de cargos ni un millón de coches oficiales que dependan del poder autonómico; pero, sobre todo, porque creo que la gran mayoría de los ciudadanos vota con el corazón, o con alguna otra víscera menos noble. En cambio, la decisión final sobre los pactos ha sido tomada con la calculadora en ristre; de ahí el choque entre dos lógicas distintas, y el subsiguiente disgusto de tantos nacionalistas de base.
A reserva de conocer tal vez más adelante los detalles de estas semanas de negociación, no puedo evitar el pálpito de que Convergència i Unió ha adolecido de cierta falta de reflejos. Sí, puede que la elección de Esquerra estuviese hecha de antemano, pero también cabe sospechar que CiU se columpió demasiado en sus inesperados cuatro escaños de ventaja y que, como ciertos porteros de fútbol, hizo la estatua ante los remates de la delantera rival, confiando hasta el exceso en la falta de puntería del equipo atacante. ¿Y ahora, qué? Pues ahora a la oposición, que es un lugar inhóspito, ciertamente, pero de paso ineludible para cualquier fuerza política de largo recorrido. Desmintiendo a tantos agoreros, Convergència i Unió ya demostró en el escrutinio del 16 de noviembre que no es a Pujol lo que la UCD española fue a Adolfo Suárez; en adelante, le toca corroborarlo en el banco de pruebas definitivo: el ejercicio opositor.
Las condiciones objetivas para desempeñar tal papel no son malas. Por una parte, CiU tendrá, con 46 diputados, la minoría parlamentaria más nutrida, capitaneada por un líder joven y revalidado en las urnas. Además, y aunque hoy se nos describa el tripartito de izquierdas como una máquina perfectamente ensamblada y engrasada, la complejidad interna de la nueva alianza gobernante y las turbulencias del escenario español harán inevitables las contradicciones y los chirridos, igual que las decisiones lesivas para intereses legítimos -es imposible gobernar contentando a todo el mundo-, asuntos a los cuales Artur Mas y los suyos deberán atender con rigor y contundencia. En tercer lugar, para medir la eficacia de esta labor opositora (que tiene su primera cita en el debate de investidura de la próxima semana) no habrá que esperar a las calendas griegas: las elecciones generales de marzo de 2004 serán una temprana y fiable encuesta. Claro que también el Partido Popular aspira a abanderar a los descontentos ante el nuevo escenario, pero su excentricidad respecto a la cultura política catalana y su discurso apocalíptico hacen de él un competidor poco temible..., siempre que Convergència i Unió juegue con inteligencia las bazas que posee.
En cuanto a Esquerra Republicana, opino que un juicio matizado sobre sus últimos meses de historia exige distinguir tres aspectos. Antes de las elecciones, durante la precampaña y la campaña, el partido de Carod Rovira cultivó magistralmente la ambivalencia, el carácter bifronte de su identidad política; hizo de la llamada "equidistancia" un juego de espejos en el que electores distintos veían reflejados sus propios y dispares deseos: más nacionalismo unos, más progresismo social otros, cierto radicalismo a la Marco Panella unos terceros, una sacudida de la anquilosis convergente otros más... La traducción de este ejercicio en votos superó las expectativas de la propia empresa; pero es que, además, desde la jornada electoral en adelante la cúpula de ERC ha sabido rentabilizar aquellos 544.000 sufragios como si fueran el doble, de modo que, encaramados sobre el 16,44% de apoyo popular, los republicanos tienen hoy en el zurrón dos de los tres cargos políticos más importantes de la autonomía (el presidente del Parlamento y el conseller en cap) y una cuota de poder que, a la espera de la letra menuda, parece poco menos que paritaria con el PSC.
Ahora bien, si la táctica preelectoral y la gestión posterior de sus dividendos han sido excelentes, modélicas, no cabe decir lo mismo sobre la justificación pública de la apuesta final por el pacto de izquierdas; hablo de su justificación, no de su licitud, que ningún demócrata discute. En este terreno los argumentos de Esquerra han resultado poco convincentes, o poco acordes con su discurso anterior: si el tripartito con PSC y CiU era la propuesta estrella de ERC, ¿cómo se entiende pactar con quien la rechazó y desdeñar a quien la aceptó? ¿Cabe escudarse en el veredicto estamental de una supuesta "sociedad civil", pocos días después de que haya hablado el cuerpo electoral? Si 23 años de Convergència ya son suficientes, si un pacto nacionalista era peligroso para la cohesión social, ¿no hubiera sido más honesto decirlo antes del 16 de noviembre?
Obviando tales objeciones, Josep Lluís Carod ha asumido de modo muy personal la carga de la decisión tomada: "Confieu en mi", repitió tres veces al anunciarla el pasado martes. La suya es una responsabilidad enorme -la de poner casi todo el poder institucional de este país en las mismas manos, la de permitir que Rodríguez Zapatero presente ya a Maragall como "el primer presidente no nacionalista de Cataluña"...- y es por ella, por cómo la ejerza, que se le juzgará.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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