Espectáculo y terminación
Mi afición al cine me ha llevado a veces a creerme demasiado lo que ocurre en la pantalla. Recuerdo cuando vi El día después, una película que trataba del deterioro de la sociedad civilizada tras una guerra nuclear. Me impresionó tanto, que al salir del cine hubiera jurado que el suelo de la calle y los coches estaban cubiertos de ceniza blanca. Pero lo que más me sorprendió fue que la gente que caminaba por la calle y también los que salían del cine conmigo estuvieran a sus cosas; que no vieran lo que yo veía. Que no se preocuparan de lo que para mí era una evidencia.
Ahora me sucede lo mismo, que veo las calles de mi ciudad cubiertas por las cenizas del día después mientras camino entre gentes que me parecen desprevenidas. A veces pienso: "Esto solo pasa en Euskadi". Pero últimamente he hablado con algunos amigos de Asturias, y de Canarias y les sucede algo parecido. Perciben con preocupación un futuro del que tratan, inútilmente, de alertar a los demás.
Ahora todo se ha vuelto espectáculo: la política, la ética y hasta la vida privada
En 1967 Guy Debord publicó La sociedad del espectáculo. Un alegato contra el imperialismo cultural. Pero, sobre todo, un análisis del mecanismo con que operan las ideologías en la sociedad contemporánea. Para Debord la acción va por delante del conocimiento. Tal vez por ello, desesperado de su propia incapacidad para cambiar el mundo se pegó un tiro en 1994.
El autor es consciente de que, en nuestra sociedad contemporánea, el espectáculo ya no se desarrolla en un mundo virtual nítidamente separado de la realidad por un espacio (el escenario) y por un tiempo escénico. Esas barreras se han roto cuando el espectáculo, con sus categorías propias, ha invadido la realidad social. Ahora todo se ha vuelto espectáculo: la economía, la política, la ética y hasta la vida privada de las personas.
Un artículo de Andoni Unzalu hace diez días me ha hecho recuperar de mi memoria esta sugerente teoría: Dice Unzalu que "los ciudadanos de las sociedades modernas se están desdoblando en dos realidades paralelas; viven dos mundos de forma simultánea. Uno, el más cotidiano y tangible: su trabajo, sus amigos o parejas, etcétera; y otro, el telemundo que de virtual cada vez tiene menos".
Se vive la vida política a través del televisor, con gran realismo y compromiso emocional, pero en la plena seguridad de que esta tele-vivencia apasionada carece de consecuencias en la relación con nuestros vecinos. La vida política, sobre todo, se vive sólo como espectador: por eso hemos dejado de escuchar la sabia advertencia de quienes hace setenta años experimentaron las consecuencias del odio social.
Esto explicaría una de las mayores paradojas que estamos viviendo en el País Vasco, aunque no sólo aquí. Que la mitad de la población se esté embarcando (y embarcándonos a todos) en un viaje sin retorno y, sin embargo, que en su inmensa mayoría no vean en esa aventura ningún riesgo; sólo ventajas. Es la misma paradoja de los que gustan de las películas de terror. Parece que van al cine o encienden el televisor para sufrir; pero saben que una hora después se encenderán las luces y ellos se encontrarán felices y sin un rasguño. Saben que su realidad cotidiana está a salvo. Esta seguridad personal es una categoría del espectáculo y la colonización de las relaciones sociales por el telemundo se ha convertido en un peligro real.
Operación Triunfo o el Gran Hermano son una metáfora política. Nos identificamos con unos participantes y en contra de otros. Les amamos y odiamos como si fuesen reales. Y una vez a la semana (léase cada dos años) somos llamados a votar. Por nuestra decisión, unos personajes (políticos) serán expulsados de la casa y otros les sustituirán. Pero nuestra vida sigue igual. No es más que un juego.
Hace años, regalé a un sobrino mío un video-juego de un cazabombardero. Unas semanas después, el chaval me dijo que ya era teniente coronel de la fuerza aérea norteamericana. Me hizo mucha gracia que en el seno de una familia tan abertzale se estuviera formando un patriota yankee. Cuando le pregunté cómo lo había conseguido me contestó tranquilo: "Muy fácil; en cuanto veo que me van a derribar apago el ordenador.
El chaval era muy despierto, así que confío en que ya habrá aprendido que la vida no se apaga como un televisor para eludir las consecuencias de los propios actos. Pero muchos de los correligionarios de sus padres han extendido a la vida política la táctica de mi sobrino preadolescente.
Miran a través de su televisor el culebrón que transcurre en un caserío imaginario donde una familia vive en euskera resistiendo durante siglos los embates de unos enemigos exteriores que les odian y que quieren despojarlos de todo. Luego apagan el televisor y salen a la calle a trabajar o a hacer negocios con sus tele-enemigos de la ficción. ¿Cuánto tiempo podrán mantener esa doble vida hasta que el mal imaginario invada sin remedio la realidad social? ¿Cuándo acabará por romperse el interruptor que les permite apagar a tiempo su televisor?
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