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Paroxismo español

Qué andará pasando aquí, cómo estará el ambiente, para que las palabras del rey don Juan Carlos en el Congreso de los Diputados el pasado sábado, con motivo del vigésimo quinto aniversario de la Constitución, exaltando los valores de la tolerancia e invitando a los españoles a avanzar con prudencia y a no dilapidar el caudal de entendimiento acumulado hayan sonado como abierta discrepancia con los modos y propósitos alentados por el presidente del Gobierno, José María Aznar, empeñado en llevarnos por la ruta del "sin complejos" hacia el despeñadero de la discordia. Que algunas de las frases del discurso del Rey, como las que resaltaban el gran hallazgo de entender la unidad nacional en la diversidad solidaria, las que advertían de que nadie puede arrogarse en exclusiva la Constitución, ni tampoco rechazarla como ajena, o las que propugnaban evitar planteamientos peligrosos para la estabilidad y la seguridad de todos, nos hayan conmovido indica cuánto hemos retrocedido mientras el aznarismo decía sacarnos del rincón de la historia izando la bandera más grande, recuperando el islote más pequeño y poniéndonos en la fila más corta de los secuaces de un Bush que come pavo. Pensábamos que era un impulsor de la racionalidad y puede resultar un valedor del paroxismo.

Por todo eso, parece confirmarse aquel pronóstico de Julio Cerón según el cual "la ley de la gravedad no es nada en comparación con lo que nos espera". Cerón simulaba "estar arrumbado por el viento de la historia a la playa de la insignificancia", pero desde su instalación en la España extraterritorial fustigaba la mansurronería en la que iban instalándose sus compatriotas y consideraba una pérdida irreparable la renuncia al paroxismo unamuniano, el que nos llevaba de la parálisis a la epilepsia, entendido como una seña de identidad racial sin la que nunca volveríamos a ser lo mismo. Le apenaba tanto el diagnóstico generalizado sobre la extinción de la España enfebrecida de la desmesura, como los barruntos sobre la disolución del fanatismo caballeresco siempre dispuesto a la aniquilación del discrepante una vez situado en condiciones de defenderse.

Eran los tiempos del consenso, que primero fue ejemplo inesperado y admirado del uno al otro confín, bálsamo de fierabrás, ungüento de la reconciliación, pronóstico de concordia, clausura del cainismo y que, poco después, empezaba a suscitar cansancio y desencanto y a convertirse en lugar de todas las abominaciones, suma de todas las impotencias, renuncia de todas las ambiciones, vértigo de todas las parálisis. El consenso dejaba de ser visto como el valioso resultado del diálogo paciente, de la persuasión intelectual, de la moral de la responsabilidad. El debate en el interior de las fuerzas políticas contendientes empezaba a ser penalizado por el electorado como si se hubiera visto de nuevo arrebatado por la avidez de antiguas unanimidades. En suma, la disidencia volvía a percibirse como síntoma de decadencia.

El liderazgo carismático de Felipe González se eclipsaba de modo acelerado a causa de la erosión del tiempo, de los errores propios y de los sectarismos mediáticos orquestados hasta la exasperación. Eran los tiempos de la conspiración participada y luego denunciada por Luis María Anson, arrepentido durante unas horas de haber puesto en riesgo la estabilidad del Estado. Como cuando la operación de acoso y derribo contra Adolfo Suárez volvía a proclamarse el "vale todo" en la lucha para terminar ahora con el gobierno socialista, pero todavía de manera más brutal y sistemática.

Parecía que teníamos bien averiguado que nunca contra nadie valía todo, pero volvíamos a las andadas del sectarismo rentable. En el Partido Popular se fabricaba otro liderazgo, el de Aznar, que hacía fortuna, concebido como un mero tributo a la eficiencia, a una clase muy determinada de eficiencia. La disciplina llegaba a ser el único valor tenido en cuenta para la selección de los equipos. El lema "por la sumisión al poder" encumbraba a Michavilas y Acebes y descartaba Ratos y Gallardones, y para saber qué ha quedado de los compromisos terminantes de deshacerse de los corruptos basta mirar a Romero de Tejada. El próximo día hablaremos de la seriedad de las naciones.

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