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Columna
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Ancianidad

¿Qué pinta esa anciana en bata y zapatillas por el barrio de Chamberí a las once de la noche? No arrastra por el asfalto la carreta de Madre Coraje ni se ayuda de la alcuza para saber si sobreviven los suyos entre el millón de cadáveres de la posguerra civil. Seguramente se echó a la calle con lo puesto al enterarse del accidente casero del nieto o del disgusto matrimonial de su hija. O acaso corre a cuidar de una amiga de su quinta, encantada de ser útil a la humanidad. O quizá no tiene familia que la recoja, y lo más probable es que venga de tomarse la tensión en las urgencias del hospital de la calle de San Bernardo, pues le aflige el dolor de cabeza y teme las derivadas de no abordarlo; y, porque es aprensiva, recita la jaculatoria de la máxima y de la mínima mientras toca la cicatriz de los esparadrapos del electro en el espacio de los escotes magníficos.

Se sabe delicada, pero no enferma, frente a la opinión de su círculo de relaciones -el cartero, la vecina, la portera, el panadero- y con docilidad se somete a la vigilancia del ambulatorio: consulta quincenal con la enfermera, analítica trimestral, chequeo anual. Pero cree que no aciertan con el tratamiento y frecuentemente se salta el régimen para que la tomen en consideración. No se entiende con su médico de cabecera y alguna vez le ha dicho ante sus diagnósticos que ella estima apresurados: "¿Se refiere usted a mí?", sin que él se inmute. Le irrita tanto recordar la escena que su pisada vacila y no se atreve a dar el paso siguiente, como si el pavimento la desequilibrase. Su corazón galopa, parece faltarle el aire. Entonces se detiene, sola en la glorieta del Pintor Sorolla, y levanta los ojos a las ventanas iluminadas al calor de las televisiones y su confortable murmullo.

En la sobremesa de la cena, cuando todo el mundo se recoge a la querencia del afecto, ¿añora esta anciana voces, miradas y tactos retenidos en la memoria, la disputa de la convivencia, el trono doméstico arrebatado? ¿Por ansiar esas caricias peregrina por la calle de Eloy Gonzalo a esta hora insólita? Son preguntas de la pareja de Policía Municipal que, atraída por su aspecto extravagante, sale del coche patrulla. Y la anciana sonríe, pero no contesta ni parece reconocer los uniformes y sólo después de que hable por ella el reloj de la rotonda de Iglesia con el carillón del cuarto o la media saca una llave del bolsillo de la bata como si fuera un juguete. "¿Es suya o se la ha encontrado?, asedia la joven agente. La anciana rechaza ese tono de desconfianza en quien podía ser su nieta. "¿De quién si no?", proclama con el mismo aire ofendido que cuando se enfrenta al médico de familia.

"¿Y sabe dónde estamos, sabe qué calle es ésta, sabe cuál es su portal?". Muchas preguntas para explicarse lo que no tiene razón de ser, ya que, creyéndose en el Madrid de toda su vida y en la calle donde vino al mundo, súbitamente se ve en la avenida desierta de un barrio desfigurado, pues no admite como propio lo que observa y tampoco da con su vivienda ni con su nombre ni con su carnet, aunque no suele llevarlo para que no se lo roben. Con lo que los guardias ofrecen a la anciana un asiento en el coche patrulla y, al igual que en otro siglo los serenos con los señoritos calaveras, recorren muy despacio la zona de Chamberí por si entre tantos edificios atina con el suyo. Mientras, el reloj de Iglesia señala los cuartos, las medias y las horas, y al cabo los policías deducen que su acompañante desbarra, y no es que no dé con su casa, sino que no tiene dónde meterse.

Así ocurre con quien intenta recuperar sus recuerdos en esta época de desamparo, achaques y engaños, cuando la llave que se muestra a los guardias no encaja en ninguna cerradura y, sin embargo, esa puerta se abre a la excavadora del desahucio, a las reconversiones del gas, a la ladrona de joyas o a la violencia nerviosa de los familiares de segundo o tercer grado que, ante la alarma disfrazada de extrañeza y en compañía de algunos testigos, de los bomberos o de la policía, irrumpen por primera vez en su última residencia. Ese espacio que, después de cobijar a una familia numerosa, se adaptó a las necesidades de la dueña que fue convirtiendo sus paredes en fortín de su inseguridad radical, poco a poco en hucha de su jubilación y, al fin, en nicho de sus huesos desolados por llegar tan desprevenida a estos tiempos en que de nuestro hogar sólo nos queda la llave.

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