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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un buen comienzo

El mejor elogio de la Constitución en su 25º aniversario es que ha pasado la prueba de la realidad con buena nota. Nacida cuando aún no se habían apagado del todo las luces de una larga dictadura, había motivos para la incertidumbre: no había experiencia democrática, y menos del intento de pasar sin ruptura del autoritarismo a un régimen liberal. Pero la prueba de que era posible hacerlo es que hoy el sistema democrático está consolidado y que sus imperfecciones, que las tiene, son similares a las de cualquier otra democracia con mayor tradición. Que se noten mucho o poco depende de la calidad democrática de los gobernantes más que del marco institucional, y esos gobernantes pueden cambiarse periódicamente sin que ello afecte a la continuidad de las instituciones. E incluso la reforma de éstas es posible sin mayores traumas, precisamente porque el sistema político está bien asentado y cuenta con el reconocimiento de una amplísima mayoría de los españoles.

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Así lo confirma la encuesta que hoy publica EL PAÍS: sólo una minoría tiene una opinión negativa de la Constitución, frente a una inmensa mayoría de ciudadanos que la valora como garantía de la libertad y un marco positivo para resolver pacíficamente los conflictos; pero ello no impide que más de dos tercios de los consultados se muestren favorables a introducir alguna reforma en su articulado. Esas reformas podrían afectar al actual reparto competencial entre el Estado y las comunidades autónomas, aunque son minoría (por debajo del 20%) quienes cuestionan el actual modelo autonómico, sobre todo si es para abrir paso a la independencia. Hay una recuperación de la autoestima colectiva, y sólo uno de cada diez españoles elegiría otra nacionalidad si pudiera hacerlo.

Tal vez lo más significativo es que los votantes de los dos grandes partidos, que agrupan a casi ocho de cada diez electores, consideran, y curiosamente con el mismo porcentaje (91%), que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno. Eso no era algo que pudiera darse por descontado en 1978. La derecha política procedía del franquismo, y los sectores más activos del antifranquismo profesaban, o habían defendido hasta poco antes, ideologías basadas en la desconfianza hacia la democracia liberal. Un dato llamativo es que la consideración mayoritaria de la Monarquía como algo históricamente superado no impide que esa institución figure entre las mejor valoradas, por encima de los partidos y del propio Parlamento; y que, en todo caso, el juicio definitivo sobre la Corona no se emita por adelantado, sino que se haga depender de "cómo sea el Rey".

El equilibrio de poderes de la Monarquía parlamentaria ha funcionado en términos generales, aunque en la práctica el Ejecutivo ha gozado de clara preeminencia sobre el Legislativo, con la consiguiente pérdida de calidad democrática. La figura del presidente del Gobierno se ha convertido en la clave del sistema. Con la ayuda de las mayorías absolutas -propiciadas por el sistema electoral-, el presidente del Gobierno es más que un primer ministro y casi tanto como un jefe de Estado. Dada esta preeminencia, el modo en que cada uno de los cuatro ocupantes del palacio de la Moncloa ha ejercido el poder ha determinado en gran manera el clima político de cada momento.

El actual ha hecho un uso peligroso de la Constitución como arma de acción política. El pretexto ha sido la violencia terrorista y la cuestión vasca. Y aunque es cierto que ese problema se ha convertido en el principal factor distorsionador de la normalidad democrática, la patrimonialización de la Constitución como forma de hacerle frente ha tenido efectos perversos: la relativización (e incluso banalización propagandística) de los valores constitucionales como mero programa de parte; y el reforzamiento, por ello, de los sectores más anticonstitucionalistas del nacionalismo.

Los países de nuestro entorno han modificado muchas veces sus Constituciones en los últimos años, sin que se pusiera nada esencial en cuestión. En 25 años el país ha cambiado de arriba abajo y el entorno también. La juventud no comparte necesariamente los componentes afectivos que unen a la generación de la transición con la Constitución. La forma de defenderla no es elogiarla, sino aplicarla; sobre todo, atenerse a sus valores en la acción política, evitando atajos que la niegan en la práctica con el pretexto de la eficacia o la urgencia. La integración europea obligará tarde o temprano a afrontar reformas constitucionales. La ciudadanía exige con razón que los cambios que se tengan que hacer se hagan por consenso. Las reglas del juego sólo funcionan de verdad si han sido libremente aceptadas por todos. Éste debe ser el criterio ante cualquier propuesta de reforma.

A partir de este criterio hay que apelar a la recuperación del sentido común en la vida política española. El Gobierno actual ha subordinado con frecuencia su papel institucional a sus convicciones de partido, tomándolas por obligatorias. Quizás Aznar esté demasiado marcado por este estilo para aspirar a que cambie. Pero sea quien sea su sucesor en La Moncloa hay que exigirle que afronte los problemas que tiene planteados España, incluido el desafío nacionalista vasco, desde la política y no desde el uso y abuso del Código Penal. Y la misma exigencia se debe hacer llegar a los dirigentes vascos: deberían empezar por recomponer Euskadi, después de la brecha profunda que han abierto en su seno. La Constitución es revisable, y los ciudadanos se muestran más abiertos a su reforma que los políticos que los representan. Siempre que se busque un consenso equivalente al de hace 25 años. Esto es sólo un comienzo; continuemos el debate.

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