Papas, gritos y crucifixiones
Francis Bacon ha sido, sin lugar a dudas, uno de los pintores más singulares -o, mejor, singularizados- del siglo XX. Esto se debe, en buena parte, a que así lo quiso él, y así lo consiguió resistiéndose a los influjos que le llegaban -y en verdad que le llegaban- desde más allá del mundo en que decidió moverse. Se sabe que apreciaba a cierto Picasso (el de los años veinte), a Degas y a Giacometti; que respetaba a algunos pocos contemporáneos (a Sutherland, Auerbach, Lucian Freud, incluso a Duchamp), y que tendía a menospreciar el arte abstracto por facilitarse demasiado las cosas excluyendo la representación de figura humana o la figura en general, renunciando así a "rasgar el velo" de lo visible.
FRANCIS BACON
'Lo sagrado y lo profano'
IVAM
Guillem de Castro, 118. Valencia
Hasta el 21 de marzo de 2004
Bacon se movía entre lo sagrado y lo profano. Y lo más importante es entender hasta qué punto se negaba a distinguir taxativamente entre lo uno y lo otro
La segunda gran retrospectiva que se le dedicó en la Tate Gallery hizo proclamar a su director que se trataba del "más grande pintor con vida", y a un ministro de Cultura decir que no había habido nadie en el Reino Unido comparable desde Turner. En realidad, ambos exageraban, sobre todo el primero. Pero es que con Bacon, como en su momento venía a recordarnos Robert Hughes, resulta difícil no exagerar en uno u otro sentido. Sus obras, en efecto (a las que comparaba con una especie de papel matamoscas al que todo se pega), "han atraído las alabanzas más extremas y las calumnias más agrias... Es el tipo de pintor cuya obra genera admiración en lugar de afecto".
En cualquier caso, puede que ésta sea una ocasión idónea para comprobarlo. Hablamos de una exposición en el IVAM consistente en una selección de 45 obras que más tarde viajará al Musée Maillol de París. Comisariada por Michael Peppiatt, gran especialista en Bacon, con quien ha tratado a lo largo de treinta años, intenta mostrar del artista no una visión retrospectiva al uso, sino una perspectiva de sus relaciones con "lo sagrado y lo profano", fundada en sus crucifixiones y en sus versiones de papas (inspiradas en reproducciones del Inocencio X de Velázquez -cuadro que le mantuvo "hipnotizado"- y, por lo demás, en alguna fotografía de Pío XII).
La verdad es que resulta interesante replantearse a Bacon en estos términos. "Ateísta" confeso, o más bien nihilista riguroso (venimos de la nada y es la nada lo único que nos espera); "profano" también bastante evidente, como en sus imágenes de duros encuentros sexuales, o en sus agresivas deformaciones de la figura papal y de otras muchas, en sus conocidos gustos personales (una homosexualidad aún vivida de forma traumática, el abuso del alcohol no siempre fecundo, aunque sí a veces, la ruleta del casino raramente favorable, aunque sí a veces). Parece bastante curioso, en principio, que dedicase tantas pinturas a los temas de la crucifixión y del papado.
En una entrevista con David Sylvester (en 1962) se le pregunta: "¿Has deseado alguna vez hacer un cuadro abstracto?". Y su respuesta es la siguiente: "He deseado hacer formas, como cuando hice originalmente tres basadas en la crucifixión" (1944), inspiradas, por cierto, en Picasso. No es demasiado sorprendente que Bacon relacionase el arte "abstracto" con la estructura de una cruz, aun cuando en este caso se refiriese a los personajes (trasunto de las Euménides o Furias) que habrían de aparecer en la base, o sobre el suelo. En una versión de 1962, otro tríptico, hay una especie de personaje a la derecha que evocaría, decía Bacon, "un gusano reptando cruz abajo" (inspirado en Cimabue), pero que más bien parece una vaca colgando de un gancho en un matadero.
La relación entre la crucifixión y el sacrificio de la carne ha sido explícitamente establecida por el propio Bacon: era justamente la "carne crucificada" la que le "sonreía". Era la carne, y no el sujeto humano, lo que veía en la cruz (o la estructura abstracta: la cruz como lugar donde la carne queda dispuesta para la muerte o, cuando menos, inmovilizada, como en esos cuadros cuyos personajes aparecen ligados a la cama por medio de una jeringuilla).
En cuanto a los papas, la cosa
no resulta menos complicada. Es casi inverosímil que un artista que se declaraba "hipnotizado" por una pintura de Velázquez (la de Inocencio X) la tuviese en cierto momento, por así decir, al alcance de la mano y no fuera a verla, conformándose con las fotografías que hasta entonces había visto de ella. Lo que le interesaba en el célebre retrato de Velázquez era precisamente "la pintura", es decir, su maestría en el profundo retrato del hombre por entonces más poderoso del mundo, y no el mero hecho de que se tratase del Sumo Pontífice, supremo delegado de Dios en la Tierra. Pero esa "pintura" no quiso verla, no se atrevió a confrontarla después de haberla distorsionado tantas veces. Para ello, al parecer, el pintor prefería las fotografías.
Aquí nos encontramos con algo verdaderamente interesante. De hecho, como ya he comentado, algunos de los retratos papales de Bacon parecen basados en fotografías de Pío XII. Como también es cierto que el tema recurrente del "grito" (y no sólo el del Papa) no tiene nada que ver -digamos- con Munch o con el existencialismo, o cosas parecidas, sino que se inspiraba en el grito inaudible de la desesperada nurse herida que ve cómo se le escapa el cochecito con el bebé por las interminables escaleras de Odesa en el Potemkim, la célebre película de Eisenstein. Por otro lado, Bacon decía que quiso reproducir ese grito desesperado -la boca abierta con un negro abismo dentro- del mismo modo que Monet había pintado sus nenúfares. No lo hizo.
En general, hay que reconocer que Bacon supo reaccionar a los nuevos tiempos. Algunas de sus series de retratos -incluyendo alguna de las papales- pueden funcionar como fotogramas o instantáneas sucesivas: el santo Papa sorprendido como Papa solemne, el Papa gritando, el Papa riendo. Pero nunca sonriendo (puesto que eso mismo, pintar una sonrisa, es justamente lo que, como reconoció a David Sylvester, nunca supo hacer). Le interesaba la figura infinitamente solitaria, no el hombre ungido por el propio Dios. Le hipnotizaba en tanto que pintura (aun desde su reproducción fotográfica), no como imagen de lo sagrado. Al igual que le interesaban la crucifixiones no sólo como imágenes del suplicio, sino en tanto que alternativa al arte abstracto.
Pero ¿cómo entender todo esto?
¿Cómo entender la obra de un hombre que sostiene que destruyó, entre tantas, algunas de sus mejores obras? ¿Por qué se empeñó hasta el final en decir que sus versiones de la pintura de Velázquez, y de las que ahora se trata en buena parte, eran "lamentables"? Bacon se movía, en efecto, entre lo sagrado y lo profano. Y lo más importante es entender hasta qué punto se negaba a distinguir taxativamente entre lo uno y lo otro.
Si las "crucifixiones" no eran sino un expediente formal -o un "armazón"- para estimular los sentidos, y si los "papas" no eran sino una manera de interpretar una obra maestra de Velázquez, ¿qué sucede entonces con lo sagrado y lo profano? Puesto que Bacon no era tan ingenuo -ni tan mendaz- como para trabajar "lo sagrado" en forma de meras "crucifixiones" o de retratos de uno u otro Papa, ni para exponer "lo profano" en forma de actos sexuales en pareja o de gritos dramáticos de nadie. De hecho, él no jugaba ese juego tan simple. Más bien, se diría que en su obra tienden a interpenetrarse constantemente ambas dimensiones, de modo que lo sagrado es siempre profanado y lo profano sacralizado. No podía ser de otra manera en alguien que, según dijo, siempre se sorprendía de estar vivo cada vez que se despertaba por la mañana.
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