Gobiernos
Algún día, los hombres mereceremos que los gobiernos desaparezcan: que no nos interrumpan descortésmente los almuerzos con alarmas, advertencias, proclamas y condenas, que no suturen los mapas con las líneas de sus fronteras, que no sufraguen sus inquinas con la sangre de los contribuyentes, que no obliguen a costear el circo a quienes no encuentran en sus pistas motivos para una mínima sonrisa. Eso tal vez ocurra algún día; hoy, como siempre, nos toca padecer lo que esos señores de las chaquetas maquinan a leguas del portal de casa, firmando documentos y convocando reuniones plenarias: dirigentes absurdos, a los que no conocemos y que no nos conocen, extraños en cuyas manos colocamos nuestro destino con las mismas garantías que si guardásemos una estola de seda en un nido de polillas. Los gobiernos se crearon para molestar a los vecinos, como las moscas, para agriarles los postres, para aderezar con unas gotas de insomnio los pesados sopores invernales. Uno puede querer olvidarse de las banderas y de los funcionarios que anotan cifras en sus estadillas, pero es igual, la niebla del Estado cruza el porche de todas formas y el ataque de reuma se vuelve inevitable. Recuerdo a aquellas desorientadas criaturas de Joseph Roth, que habían crecido en un Imperio que se decía su tutor, que velaba por su educación y comodidad, y que un día se encontraron en medio de un baldío desconocido, viviendo sobre una tela hecha a parches y remiendos que ya no era más una patria, sino una casa de inquilinos mal avenidos. Recuerdo al judío Mendel Singer, que la mañana en que tuvo que solicitar un pasaporte se enteró de que pertenecía a una nación llamada Polonia, o al conde Morstin, del que se reían los habitantes de sus antiguos feudos al verle venerar la cabeza de granito de un emperador que ya había caducado. Sin haberse movido de sus domicilios, ambos habían cambiado de país, de leyes, de aliados y enemigos, de ejes estratégicos: sin haberles preguntado nada, sus mandamases habían hipotecado sus futuros dedicándolos a costear las inversiones que consideraban más oportunas.
Que nadie se engañe: esta pugna entre el gobierno central y la administración de Chaves no consiste en un pulso entre centro y periferia, ni se resume en una carrera de fondo para determinar quién ocupa el primer puesto en materia de democracia o Estado del bienestar. Subida de pensiones, reforma del estatuto, investigación con embriones no son más que excusas, fichas sobre el tapete, toallas mojadas que el partido mayoritario y el de la oposición se arrojan a la cara en medio de la lavandería, deseando ganar puestos de influencia para poder ser algún día el único con derecho a ocuparse de la ropa sucia. A nosotros, los ciudadanos, se nos ha reservado el puesto de atónitos espectadores. Como aquellos personajes de Roth que desconocían la mecánica que les había llevado a convertirse en polacos en vez de seguir siendo rusos o a vivir en una república en lugar de en un imperio, quizá mañana descubramos por la prensa que las clases de tango nos salen gratis a todos los andaluces por el simple motivo de que Aznar detesta ese rijoso baile argentino, o que al norte de Despeñaperros, por qué no, se ha proscrito sumariamente el consumo de gazpacho. El caso, ya lo digo, es sobresaltar los postres.
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