Volver a empezar
Hasta el pasado 25 de noviembre había tres tipos de actitudes en relación al Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC): en primer lugar, aquellos que lo consideraban, bien por motivos ideológicos, bien por motivos técnicos, deleznable y se manifestaban a favor de su ruptura inmediata. En segundo lugar, aquellos que creían que el Pacto era imprescindible, estaba bien escrito y había que cumplirlo a rajatabla. En tercer lugar, en un número que había crecido con los años, aquellos que pensábamos que el espíritu del Pacto era el correcto, que algún tipo de acuerdo es necesario, pero que había errores en el diseño y convenía una reforma antes de que la situación se tornara insostenible. Lo importante de esta distinción es que los que nos incluimos en los dos últimos grupos estamos de acuerdo en lo básico: que la estabilidad presupuestaria es una restricción razonable para la actuación de la política económica y que en una unión monetaria aumentan los riesgos de que se incurra en déficit públicos excesivos. Hace tiempo que quedó superada, tanto por la teoría como la práctica, la idea absurda de que la "estabilidad presupuestaria es de derechas" y "el déficit público es de izquierdas", por lo que la distinción entre el segundo y el tercer grupo no se basa en cuestiones ideológicas, sino en criterios técnicos de carácter económico, en discrepancias sobre el diseño de acuerdos entre diferentes países con distintas capacidades de voto, o en el papel que deben cumplir las instituciones supranacionales europeas frente a los gobiernos nacionales.
Hay que dejar en manos de la Comisión el rediseño de un nuevo acuerdo
¿Qué queda de aquellos tres grupos tras el 25 de noviembre? En el primero, una sensación de victoria moral o política, en parte absurda, porque el Pacto en sentido literal sigue vigente. En el segundo, una sensación de irritación y ganas de "ir a por todas", utilizando incluso las vías jurídicas y administrativas disponibles. En el tercer grupo, que sigo creyendo que es el más numeroso, una sensación de desconcierto y de ganas de que se imponga el sentido común. Es decir, de dejar en manos de la Comisión Europea el rediseño de un nuevo acuerdo que sea técnicamente correcto y, a la vez, políticamente viable.
Técnicamente correcto implica que, sin cambiar el marco general del Pacto aprobado por unanimidad e incorporado al Tratado de Maastricht, permita una cierta flexibilidad en el tratamiento de las condiciones especiales y de las condiciones "excepcionales". El marco general inamovible debe tener dos facetas. La primera, aceptar la estabilidad presupuestaria, "estructural" o de medio plazo. La segunda, la idea de que en una unión monetaria cualquier país tomado individualmente tiene un incentivo a expandir su política fiscal sin que ello se traduzca en un aumento de los tipos de interés, dado que éstos se determinan para el conjunto del área y no en función del mercado del país en cuestión. Es decir, que los países que componen un área monetaria tienen incentivos para actuar como "viajeros sin billete", incentivo que será mayor cuanto más pequeño sea el país, porque su impacto sobre los tipos de interés de la zona será menor. De esta forma, la solución no cooperativa o "equilibrio de Nash" será un déficit público excesivo en toda la zona. El Pacto es una solución "cooperativa" a este problema, y la revisión del Pacto debe mantener este enfoque cooperativo. Dicho esto, el procedimiento de puesta en marcha del mecanismo sancionador se puede revisar. Hasta ahora ha consistido en un techo del 3% al déficit público nominal, y en definir la excepcionalidad a partir de una situación de recesión. Pero hay otras variables que pueden ser consideradas. La primera, sin duda, la inflación. La inflación puede generar tanta inestabilidad sobre los tipos de interés como el propio déficit público. Y hay países, como Alemania, con una inflación del 1%, muy por debajo del promedio de la UEM, que tienen más justificada una política fiscal expansiva. Francia, con una inflación superior al 2% no entra en esta categoría. Y los países más inflacionistas deberían esforzarse más en su consolidación fiscal. Introducir este criterio generaría incentivos a mantener una inflación más baja. La segunda reforma es incluir la deuda como criterio, permitiendo más flexibilidad a los países menos endeudados. Ello, además, introduce desincentivos a la contabilidad creativa, que los simples déficit no recogen pero que el volumen de deuda acaba asumiendo. La tercera reforma, considerar la composición del gasto público, ofreciendo mayor tolerancia hacia el gasto productivo o dinamizador. Ello introduce incentivos a la inversión pública en los déficit de capital físico, tecnológico y humano que hoy presenta la UEM frente a EE UU.
Políticamente viable implica que los procedimientos de corrección o sanción no pueden funcionar si se activan en periodos de recesión. Por tanto, se deben rediseñar los procedimientos buscando la forma de establecer sanciones en los periodos de bonanza, que son, además, donde se suelen generar los problemas de inestabilidad macroeconómica y financiera. De forma alternativa, se pueden diseñar mecanismos de "premios" a aquellos países cumplidores. La idea de crear una Agencia de Deuda Pública europea respaldada por el BCE y que tenga capacidad para otorgar esos premios y sanciones, además de otorgar estabilidad al área, podría dar lugar a un mercado de deuda pública europea, que ahora es inexistente. Así, podríamos competir con el mercado de deuda de EE UU o de Japón.
En cualquier caso, la solución cooperativa no puede pasar por la actitud de determinados gobiernos, que se rasgan las vestiduras cuando su inflación supera con creces la media europea, generando la consiguiente inestabilidad en el área. Rasgado de vestiduras que, para colmo, se acompaña de una subida electoralista de las pensiones, violando todas las recomendaciones de la Comisión Europea y de los organismos internacionales. Ortodoxia en Bruselas, populismo en Madrid.
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