Hay Constitución porque hay nación, y viceversa
Uno de los conceptos filosóficos más enigmáticos es el de "causa sui", que Spinoza aplica a Dios (un Dios que también es Naturaleza o Sustancia) al comienzo de su Ética: Dios es causa de sí mismo, es decir, es la causa que se origina a sí misma antes de causar todo lo demás. En el terreno constitucional se produce a su vez un fenómeno parecido, puesto que en el preámbulo de la Carta Magna leemos que "la nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución... etcétera". Y el artículo segundo establece: "La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas". Es decir, la nación española proclama la Constitución, pero a su vez queda establecida en su unidad y en su pluralismo autonómico por el propio texto de ésta. La nación se constituye como Estado de derecho y a la par la Constitución revela y explicita lo que la nación española va a ser en cuanto nación, más allá de la tierra, de la genealogía, de la divergencia de intereses privados y de las rencillas ancestrales. Es decir, hay Constitución porque hay nación, pero la nación misma ya no será sino lo que el acuerdo constitucional establece que sea. A partir de 1978, cuanto cuestione o se oponga a la Constitución en España será "nacionalismo", bien porque niegue el pluralismo autonómico y solidario, bien porque rechace la unidad. Y quienes no se sientan "nacionalistas" no pueden ser sino "constitucionalistas", por mucho que la primera calificación enorgullezca a bastantes románticos de buena fe y la segunda desagrade a varios profesores de colmillo retorcido.
"ARTÍCULO 2. La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas"
Constitucionalismo antinacional
Pero ¿acaso asumir como paso previo a la Constitución misma que existe una nación española no es ya una muestra de extremo y cerril nacionalismo? ¿No podría existir un constitucionalismo sencillamente antinacional, del mismo modo que algunos han propugnado (o quizá aún propugnan, no estoy muy al día tampoco en este tema) una teología "de la muerte de Dios"? Ésta última nos hablaría de Dios como causante o cómplice de la desaparición de Dios, mientras que el primero propugnaría una Constitución que certificase la abolición del basamento nacional y la transformación del patriotismo en adhesión a la Carta Magna y pare usted de contar. De momento parece más factible que la teología renuncie a fundarse en la divinidad antes que las constituciones renuncien a constituir conjuntos nacionales. Borges resumía su anarquismo conservador diciendo que "quizá un día los hombres merezcan no tener Gobiernos"; podemos también aspirar a otro plácido anarquismo intelectual diciendo que "quizá un día los hombres merezcan o alcancen constituciones no nacionales y les baste como patria la ley y la humanidad"..., pero es evidente que ninguno de esos días canceladores de la vieja historia alborea todavía.
Sin embargo, reconocerse como parte de una nación -siempre que sea mediante una Constitución pluralista- no equivale sin más a profesar en su integridad la exigente (y excluyente) fe nacionalista. Como ya hace mucho dijo Julián Marías con acertado gracejo, "no todo el que se sabe perteneciente a una nación padece nacionalismo, lo mismo que no todos los que tienen apéndice padecen apendicitis". Esta dolencia es una inflamación morbosa del apéndice, lo mismo que la otra es una hinchazón enfermiza y devastadora de la nación. Lo malo en ambos casos es que un elemento que debería funcionar en armonía útil con muchos otros adquiere una dolorosa primacía que amenaza letalmente la salud del conjunto. Tal como se entiende en nuestra Constitución, la nación española no es un monolito exclusivo y homogéneo, sino un articulado de piezas autónomas con sus peculiaridades culturales y lingüísticas propias que se proponen convivir solidariamente. Se descentraliza la administración en importantes cuestiones educativas o fiscales, pero sobre todo se pluraliza el concepto mismo de identidad nacional, permitiendo diversas combinaciones de los elementos por medio de los cuales cada cual asume su pertenencia comunitaria. Hay diversas formas constitucionales de saberse ciudadano español, y también este reino -como el de los cielos- acepta en su seno varias moradas diferentes, aunque no indiferentes unas a otras, ni mucho menos enfrentadas. Sobre todo, ese pluralismo permite el reconocimiento pleno de los múltiples mestizajes ocurridos a lo largo de los siglos de historia compartida entre la variedad de orígenes que confluyen en la mayoría de los ciudadanos: quien se sabe heredero de varias casas ancestrales entenderá mejor que nadie la utilidad antidiscriminatoria de la casa común. Porque ésta no implica la homogeneidad ni tampoco la yuxtaposición localista de homogeneidades cerradas, sino una heterogeneidad integrada por diferencias (y abierta a incorporar otras venideras), pero no dispuesta a desintegrarse en ellas.
Pluralismo autonómico
De aquí la importancia de la unidad como base constitucional del pluralismo autonómico que aligera y relativiza cualquier tentación nacionalista. Y también, pese a los aspectos evidentemente federales de nuestro ordenamiento territorial, la diferencia esencial respecto a otras formas clásicas de federalismo. Como bien ha señalado el profesor Roberto Blanco Valdés, "la autonomía existe porque existe la unidad, sin la cual resulta simple y sencillamente inconcebible: la unidad es el presupuesto, lógico y político, de una autonomía que ha sido en España el punto de llegada del proceso descentralizador, y no, como ha ocurrido en la mayoría de los Estados federales, el punto de partida que ha conducido, tras el correspondiente proceso de vertebración territorial, a la construcción de una unidad política estatal formada por territorios previamente soberanos" (La Constitución de 1978, Alianza Editorial). El Estado de las autonomías es el intento de un reino construido como tal hace siglos por progresar hacia la flexibilidad administrativa y el reconocimiento de su pluralismo cultural, no la convención de sujetos políticos anteriores en una asamblea común. Y de aquí lo dudosamente apropiado de considerar la fórmula federal como la panacea para curar los trastornos nacionalistas que padecemos, pues el federalismo se inventó para dar cauce político al deseo de unirse de los que estaban separados y no -como sería en España el caso- para que pudieran irse separando los que amanecieron unidos.
Pero, a mi juicio, lo más importante de todo es lo siguiente: la nación de los nacionalistas -centralistas o separatistas- pretende legitimar la sociedad del presente merced a raíces que se hunden en el pasado, mientras que la nación constitucional apuesta por definirse y justificarse por las normas que encauzarán el futuro. No insistamos en la irreductible diversidad de nuestras procedencias, sino en los derechos que compartimos y en los proyectos que podemos seguir llevando a cabo juntos, como desde hace ya tanto tiempo venimos colaborando. El nacionalismo insiste en un presente distinto para cada cual, no en un porvenir mejor para todos. De aquí su índole profunda, inequívoca y radicalmente reaccionaria, aunque pretenda adornarse con galas "izquierdistas" o "anti-sistema" que sirven de embeleco a la candidez de los bobos y de uniforme de camuflaje a la ambición de los oportunistas.
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