_
_
_
_
Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Así se fundó Glengarry Street

Marcos Ordóñez

Uno. Perpetuum Mobile. Estamos en el desierto. Cactus gigantes como estatuas. Un ciclorama de eternizada luz crepuscular. El neón verde de un bar, el Chop Suey, en mitad de ninguna parte. Estamos en el Gran Teatro Natural de Oklahoma, en el Mojave de Sam Shepard, en el Mobile de Dylan. No canta Dylan, pero a través del Glengarry Glen Ross de Mamet que ha montado Álex Rigola en el Lliure avanza la espiral alucinada de Memphis Blues Again, su agujero negro central: "Oh, mama / can't this really be the end / to be stuck inside of Mobile / with the Memphis Blues Again". Concepto: los vendedores de Glengarry, atrapados en el bar/pecera diseñado por Bibiana Puigdefábregas, en su mejor y más poética escenografía hasta la fecha, una pecera rectangular, un escaparate en cinemascope para imantar la mirada, girando y girando, lenta, implacablemente, en el desierto; mostrándonos el haz y el envés de los personajes, tal como hace Mamet en su texto. Hay otra canción posible de Dylan, y más que una canción es un eco mítico: Days of 49, la vieja balada de Alan Lomax, evocando a los muertos inmortales de la fiebre del oro. Como fantasmas invictos en la hornacina iluminada giran y giran Tom Moore, Nantuck Bill, New York Jake, Old Jess "and all the rest / who never would decline / for the days of old / when we dug up the gold / in the days of 49". Así suenan en mis oídos los nombres de la función, George Aaronow con su cansada melena de plata, el amenazador Dave Rapado Moss, Shelley La Máquina Levene. El oro es ahora un Cadillac, y lo conseguirá quien venda más parcelas. El siguiente en la lista se llevará una caja de cuchillos recién afilados, y los demás serán enviados al desierto. Pero la cuestión, la cuestión central de Glengarry, es que todos están perdidos en el desierto. Shelly Levene es el viejo Butch Cassidy convertido en Willy Loman, soñando con escapar a Bolivia, a un nuevo territorio virgen, repleto de parcelas para vender a los incautos, y George Aronow es un Monty Walsh al borde del despido. "Somos una especie en extinción", dice Shelly. "Vivimos de nuestro ingenio", dice Richard Roma, el Chico Dorado, el vendedor estrella, el tataranieto de Sundance Kid, bailando en un círculo de luz con sus pasos guiados por la sombra. En mitad de la obra, Rigola hace que el Grupo Salvaje cante un himno punk de los Sham 69, If the Kids are United, y entonces son, más que nunca, una pandilla de vaqueros en el saloon, al atardecer, y la canción evoca el anhelo de creer en una unidad arcádica, como el cántico inicial de Las puertas del cielo: conseguiremos todo lo que nos propongamos en la tierra de las oportunidades, en las doradas praderas de Glengarry Highlands, de Glen Ross Farms.

Dos. Rumble Fishes. La canción, por supuesto, es un sueño imposible. En el desierto sólo impera el navajazo y la dentellada. Así se fundó el viejo oeste, ésas siguen siendo las eternas reglas; eso es lo que nos cuenta Mamet y lo que nos muestran Rigola y su banda. Glengarry Glen Ross es la metáfora perfecta del sistema capitalista, el Mahagonny de los años ochenta: la consigna "que gane el mejor" sólo es un trampolín para que reluzca lo peor. Cada uno lucha por su territorio, y las palabras únicamente sirven para engañar, esconder los sentimientos, enmascarar el pánico. No hay identidades: eres lo que atrapas. Pero el texto no es un alegato moralista, porque Mamet admira el desesperado coraje de sus forajidos, víctimas furiosas luchando por escapar de la pecera, como los rumble fishes que nos presentó Coppola: hay una clara diferencia entre el grupo (la alegría trágica de sus manipulaciones, los relámpagos de solidaridad) y la figura gélida, burocrática y exangüe de John Williamson, el director de la agencia.

La pieza tiene una formidable estructura, seca y abierta a las fugas subterráneas. En la primera parte conocemos, elíptica pero certeramente, a los personajes. Tres duelos en el saloon, tres luchas de poder: una súplica en el barro (Levene versus Williamson), un chantaje imprevisto (Moss versus Aaronow), una estrategia de seducción (Roma versus Lingk). El depredador Richard Roma es Joel Joan; la víctima, James Lingk, es Joan Carreras. Ambos están extraordinarios; Joel Joan más cercano, en su suave ferocidad, al Tom Cruise de Magnolia que a Al Pacino en la película de Foley; y el camaleónico Carreras puro James Spader. Los dos tienen un momento grandioso, el mejor de la función, en la segunda parte: cuando se revela el engaño y Joan Carreras abandona la agencia destrozado por la incredulidad, sin un gesto superfluo, y Joel Joan estalla de rabia y dolor al verse descubierto por el que creía ser su amigo. (J. J. sólo tiene un desliz: la "puesta en escena", demasiado con vistas a la galería, para escapar de Lingk). Aaronow y Moss, los viejos vaqueros condenados a cabalgar juntos, son Joan Anguera, un apache de pura sangre, y Eduard Farelo, cada vez más rotundo, con más y más peso actoral. Shelly Levene es Andreu Benito, un actor sin términos medios, como demuestra aquí: si en la primera escena parece fatigado y casi ajeno, en su estampida final, cuando cree que volverá a cabalgar para siempre, no hay jinete que le alcance. Completan el reparto Òscar Rabadàn como el untuoso y temible Williamson y un breve pero impecable Víctor Pi como el brutal investigador Baylen.

Glengarry es una obra maestra absoluta: quizá por eso (y por el poderoso recuerdo de la película) nadie, que yo sepa, se había atrevido a montarla en nuestro país. Es un thriller urbano y una pieza de jazz nocturno, con sus embestidas de hardbop, sus solos letales (el engañoso monólogo sobre sexo y soledad en la barra del bar) y sus oscuras líneas de tensión, subrayadas por la banda sonora que Oriol Rosell interpreta en directo como un modulador de tormentas. La temporada del Lliure no podía haber comenzado mejor.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_