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Columna
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Carod

Un aspecto común a todos los nacionalismos es su particular incapacidad para entender los sentimientos identitarios de los demás. Así, un nacionalista vasco entiende la integridad territorial de Euskal Herria como algo que no requiere discusión, pues es parte de la historia. La comunidad cultural que formaron hace siglos los siete territorios -y que en algunos aspectos continúan ciertamente formando- constituye base suficiente para definir sobre ella una comunidad política, con independencia de la voluntad que manifieste la ciudadanía que actualmente los habita. Para un nacionalista español, España es una e indivisible, como consecuencia también de la historia de los últimos siglos, y ello también es independiente de la voluntad que puedan manifestar los ciudadanos de cada territorio. Los nacionalistas vascos viven como un agravio que representantes institucionales y sociales de Navarra manifiesten su oposición a formar parte de Euskadi, mientras que los nacionalistas españoles viven igualmente como una afrenta las manifestaciones que, desde Euskadi, plantean el deseo de no formar parte de España. Un descerebrado puede tranquilamente quemar una bandera española -con la que se identifican también muchos vascos-, pero se echaría las manos a la cabeza si alguien quemara una ikurriña.

Unos y otros viven la identidad y la nación como conceptos excluyentes. No aceptan que pueda haber mucha gente para la que dichos asuntos son relativos y para la que, depende de en qué circunstancias y con respecto a qué cosas, la identificación con diversos símbolos y la asunción de determinados proyectos políticos toma cuerpo en uno u otro sentido. Es el sino de quienes tienen -tenemos- identidades compartidas, algo que casi nunca encaja en el esquema mental de un nacionalista. Y, sin embargo, los cientos de miles de ciudadanos que, aquí, en Cataluña, en Galicia y en cualquier otro lugar, se identifican en función de claves múltiples y diversas, constituyen la llave que puede hacer avanzar cualquier proyecto político. Las propuestas que se presentan como excluyentes, que tratan de plantear un universo cerrado y, sobre todo, enfrentado a sentimientos múltiples y plurales bastante extendidos, despiertan normalmente mucho más miedo y rechazo que aquellas otras que se defienden propugnando la integración -que no la asimilación- a la hora de definir una comunidad política.

No sé si el discurso de Carod Rovira será o no flor de un día. Es posible que su traducción al ámbito de la política institucional y de la puesta en marcha de proyectos concretos sea un camino repleto de trampas y obstáculos. Pero lo cierto es que su simple puesta en escena ha servido para quebrar el carácter inmovilista que políticos e intelectuales de uno y otro signo venían imprimiendo al debate identitario durante los últimos tiempos. Carod propone una noción de la catalanidad en la que uno puede sentirse medio marroquí medio catalán, medio español medio catalán, o catalán a secas. Lo que une a todos ellos es el sentimiento de pertenencia -no excluyente- a una comunidad política (Cataluña) para la que se define un proyecto social específico. No hace falta recurrir a la historia para justificar el anhelo de un mayor autogobierno, incluido, si llegara el caso, la independencia. Basta con plantear la necesidad del mismo desde las aspiraciones de quienes hoy pueblan Cataluña, y con hacerlo sin que ello despierte el recelo de quienes temen por la pluralidad de la sociedad catalana, es decir, con todas las garantías democráticas.

Visto desde Euskadi, el asunto produce cierta envidia. Aquí, la reivindicación de un mayor autogobierno siempre se ha planteado desde la reivindicación de la historia, apelando a un pueblo vasco originario y despertando temores entre quienes tienen identidades compartidas. Sin comprender, como decía Rubert de Ventós en su ensayo De la identidad a la independencia: la nueva transición (Anagrama, 1999), que "hay muchas formas de ser vasco: tantas, por lo menos, como las hay de ser filósofo, homosexual, o cristiano".

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