Por una inteligencia republicana
En el seno de Esquerra Republicana de Catalunya, el más veterano y el más joven de los partidos que concurrieron a las elecciones del 16 de noviembre, las dificultades para conciliar catalanismo y progresismo no son nuevas, sino que se remontan, de hecho, a su propia fundación. En octubre de 1933, apenas dos años y medio después de la creación del partido y de su casi simultáneo ejercicio del poder, el grupo de L'Opinió abandonó ERC a causa del predominio de los elementos fascistoides de Estat Català. A pesar de que el líder de L'Opinió, Joan Lluhí i Vallescà, había sido nombrado "conseller delegat" por el presidente Macià, las abiertas disensiones del grupo con el presidencialismo de éste, o su descontento con la situación de desgobierno y corrupción en el Ayuntamiento de Barcelona, motivaron finalmente su expulsión del partido republicano.
La actual situación de ERC no es diferente a la que encaró en la República, cuando tuvo que conciliar obrerismo con catalanismo
Una razón de fondo de la disidencia del grupo de L'Opinió se encontraba en que veían cada vez más lejana la integración a ERC de la masa obrera, dominada entonces por la CNT. En efecto, el diálogo entre los sectores catalanistas de izquierda y el movimiento obrero había sido una de las preocupaciones centrales de la publicación que dio nombre al grupo, fundada y dirigida por el socialdemócrata Lluhí en 1928, en la que colaboraban políticos como Manuel Serra i Moret, Ángel Pestaña, Marcel.lí Domingo, Joan Casanellas y Antoni Xirau.
En marzo de 1930, el semanario apadrinó el llamado Manifest d'intel·ligència republicana, una declaración programática redactada por Rafael Campalans, de la Unió Socialista de Catalunya (USC), que pretendía, en el marco de la crisis de la dictadura de Primo de Rivera, vertebrar las fuerzas republicanas, nacionalistas y sindicales. Los puntos mínimos fijados en el manifiesto eran la república federal, las libertades públicas, la separación del Estado y la Iglesia, la reforma agraria y otras reformas sociales. Lo suscribieron Jaume Aiguader, Gabriel Alomar, Manuel Serra i Moret, de la USC; Lluís Companys, del Partit Republicà Català; Joan Peiró, de la CNT; Jordi Arquer, del Partit Comunista Català; Lluís Nicolau d'Olwer, y Antoni Rovira i Virgili, de Acció Catalana.
Además, Lluhí se preocupó por el diálogo con los republicanos españoles. En marzo de 1930 organizó en Barcelona la reunión con intelectuales castellanos de la cual surgirían su amistad y la colaboración política posterior con Azaña, de cuyo Gobierno fue ministro en 1936. En 1934 volvió a ser consejero con Companys, con quien fue encarcelado tras los hechos del 6 de octubre, y junto con los suyos, tras la victoria del Front d'Esquerres en febrero de 1936, se reintegró en ERC. Luego llegaron la guerra, la derrota y el exilio, y el partido republicano ya nunca volvió a ser el de antes.
Todo esto ya es historia. La situación presente no es, ciertamente, como la de 1930 y, aunque se le parezca, probablemente tampoco tiene mucho que ver con la de 1980, cuando nuevamente ERC tuvo que elegir entre derechas e izquierdas, con los resultados de todos conocidos. Pero las continuidades en la historia son importantes y significativas. Y ocurre que los problemas que ERC tuvo que afrontar en la Segunda República no son, finalmente, tan distintos a los de ahora; en particular, la dificultad de conciliar nacionalismo y obrerismo, así como la necesidad de articularse con las fuerzas de izquierda españolas para garantizar el autogobierno de Cataluña.
Todo esto lo sabe perfectamente Carod Rovira, que ha construido su discurso político sobre la voluntad de conciliar las dos almas de la tradición de Esquerra Republicana. Su negativa a tener que escoger entre catalanismo y progreso, incluso a distinguir ambos conceptos, es una de las aportaciones más importantes que ha hecho el refundado partido republicano, junto con sus reflexiones sobre la integración cívica de la inmigración. Su notorio y, sobre todo, decisivo resultado electoral del pasado 16-N le vuelve a colocar ante su disyuntiva histórica. Y como ocurrió entonces, ahora tendrá que optar.
Simplificando, las opciones son dos. Si ERC pacta con CiU, nos podemos encontrar frente a una indeseable vasquización de la política catalana: un Gobierno como el del PNV-EA, pero sin IU y sin la financiación que tienen los vascos, enfrentado a un Ejecutivo hostil en Madrid y, lo que es peor, ahondando en la división en la sociedad catalana entre nacionalistas y españolistas. Pactando con el PSC-CpC e IC-EUiA se abre un escenario difícil pero apasionante: la posibilidad, por primera vez en 20 años (tras la derrota del PSC en 1980 y la destrucción del PSUC en 1981-82), de empezar a hacer realidad, desde el Gobierno de la Generalitat, la vieja aspiración de aunar catalanismo con progreso. La decisión del PSOE de apoyar este pacto debe ser calificada, más allá de interesadas descalificaciones, de paso histórico en la dirección adecuada. Habrá, sin duda, que vencer muchas reticencias en la dirección y en las bases de los tres partidos para que el pacto fructifique. Pero dejar pasar esta ocasión sería, a todas luces, un error imperdonable. Todo dependerá, como en 1930, de la inteligencia republicana.
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