Muestra surrealista
Callejear un sábado por Bilbao viendo exposiciones siempre resulta apasionante. Incluso se pueden repetir visitas para mayor disfrute del paseante. Así lo merecen las Imágenes en movimiento que están en el museo Guggenheim o los cuadros Del romanticismo a la modernidad en el bello caserón del BBVA en San Nicolás. No obstante, siempre se pueden encontrar algunas novedades de interés. Esta vez, seguido de comprar en una librería el Diccionario abreviado del surrealismo, me he detenido en la Sala Larrea de la Gran Vía. La diversidad de usos que se da a este espacio hace temer al espectador con lo que se va a encontrar. Pero en esta ocasión, coincidiendo con el interés de mi lectura, me ha sorprendido favorablemente una muestra surrealista de José Ramón Díez Rebanal (Palencia, 1940).
De formación autodidacta, sin antecedentes artísticos familiares, la vocación llega desde su juventud. Sus imágenes entrelazan lo onírico con matices de un realismo velado, hasta generar unas situaciones preñadas de una lógica de lo absurdo que nos llevan a encontrar la razón de las cosas. Su trabajo se nutre de numerosas referencias planteadas por los grandes maestros del surrealismo. No obstante, incorpora un sello personal. Añade referencias a edificios, paredes o muros medio derruidos, como una clara pista que nos conduce irremisiblemente a su actividad profesional como arquitecto. Sin embargo, esta característica tan insistente en su obra juega más bien una función decorativa o formal. El alma de sus poemas plásticos llega de una exquisita selección cromática y una minuciosa geometría. Son peculiaridades que la revista cultural Zurgai consideró, en julio de 1999, idóneas para ilustrar u poemario sobre José Agustín Goytisolo. Construye una realidad convulsa, circunstancial, inventada, compuesta por retazos de diferentes momentos vividos o soñados. Nos ayuda a comprender la complejidad del universo y deja abiertas las puertas de un subconsciente plagado de discursos hipnóticos, de sugerencias y propuestas que también descubren la propia identidad del autor.
Sus composiciones se basan el la suma y combinación de distinto tipo de iconos. Una formula que juega con el espacio y la memoria, e indefectiblemente recuerda al fotomontaje o, dicho de otra manera, al collage, en la medida en que se manipulan distintas imágenes autónomas para conseguir una distinta con otras emociones. Tal como señalaba Max Ernest, "es algo así como la alquimia visual. El milagro de la transfiguración total de los seres y de los objetos tanto si modifican o no su aspecto físico o anatómico".
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