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TENIS | La final de la Copa Davis
Columna
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El muchacho que recogía las pelotas

Como Carlos Fuentes, que dijo que la modernidad comienza cuando Alonso Quijano se lanza, en una estampida delirante, a los campos de La Mancha, podemos datar la contemporaneidad en España en el Plan de Estabilización de la economía, de 1959; en la victoria de Federico Martín Bahamontes ese mismo año en el Tour, y, como toda una época mas que efeméride aislada, en la irrupción de triunfos de Manolo Santana en un deporte que parecía reservado a un mundo de señores, tan lejos del áspero fútbol en el que España cifraba, y cifra, todas sus complacencias.

Habida cuenta de que un nutrido grupo de folclóricas y artistas pre-pop estaban la mar de satisfechos de cantarle las gracias a Franco, al igual que esos primeros y contados triunfos internacionales del deporte combatían el malhumor y las carencias de aquella España, la opinión democrática tendía a denostar todo lo que, presuntamente, pudiera apuntalar el edificio de una dictadura que, en realidad, tenía otros sólidos cimientos de guerra civil.

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Se esgrimía -a falta de otra cosa que esgrimir- el dedo acusador contra las victorias del Real Madrid, al que, según una de las teorías vertebrales del catalanismo deportivo, los árbitros le regalaban todos los partidos; se subrayaba la manipulación política del gol de Marcelino, marcado nada menos que a Rusia en 1964, por el que España conquistó su única Copa de Europa de fútbol; se hacían de menos las diversas y bastante anónimas conquistas en los años 50 y 60 del Campeonato del Mundo de un deporte sobre patines que sólo se practica en la Península, y, con hastío ya, se ridiculizaba el éxito de obtener una única medalla de bronce -que luego hubo que descolgar por irregularidades varias- en unos Juegos Olímpicos.

Pero ningún dedo acusador se alzó contra un muchacho arrubiado cuyo morro de proboscídeo apenas podía contener un pelotón de molares e incisivos sólo comparable a los de Alberto Sordi en una película de esos años titulada El Dentón. Manolo Santana era, a todas luces, un producto del pueblo. Recogía pelotas como los niños que en Navidad miran los regalos que nunca tendrán a través de los escaparates de dulcerías y extravagancias. No sabíamos entonces que era hijo de republicano y que llevaba el anticuerpo de la derrota en la sangre, pero algo nos decía que aquella vez eran los señoritos los que habían perdido. El mundo, después de todo, no era tan malo.

El tenista ganó dos Roland Garros (1961 y 1964), un Forest Hills, hoy Flushing Meadow (1965) y un Wimbledon (1966), y todo ello lo hizo sin tener la estatura, ni el previsible fondo, ni, desde luego, la antigua nutrición propia de un deporte sólo de naciones desarrolladas.

Manolo Santana no enlazaba con los tiempos, a su manera igualmente excepcionales, de Lilí Álvarez, que tampoco era de Franco por razón de su monarquismo y feminismo, pero no por ello dejaba de pertenecer al bloque hegemónico, como decía un italiano tísico y antifascista, sino directamente con Viriato, un pastor lusitano, también, por cierto, muy bien visto por el poder, sobre todo porque desde la eternidad no estaba en condiciones de desmentirle. El régimen hizo, sin duda, todo lo que pudo por apropiarse de aquel anuncio de dentífrico, procedente de una realidad enjuta y represaliada, que era el gran prestidigitador de la red. Y nadie le puede pedir tampoco al deportista que hiciera de sus triunfos un spot contra la dictadura; con su antropología era suficiente.

Y, ya hacia el fin de una doble gran carrera, esa posguerra de héroes brindó el duelo mayor soñado. La era del open permitía, por fin, que se midieran los dos deportistas españoles más contemporáneos de su tiempo. Andrés Gimeno, que, por haber abrazado el profesionalismo, se había perdido las grandes citas del tenis mundial, tenía una fraternal cuenta pendiente con Manolo Santana y en Wimbledon 1969 se encontraron el fornido barcelonés y el sucinto madrileño. Pero ya nadie podrá deshacer el tanto monta, monta tanto, porque, tras ir empatados a cuatro sets, Santana se lesionó y dejó para la esfinge el secreto de quién era el mejor de ambos. Manolo había recogido su última pelota.

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