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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un pincel contra el infierno

Cada domingo comparto una bulliciosa mesa familiar frente al cuadro optimista de un pintor suicida. Ahora, escribo esta crónica todavía electrizado por la lúcida e hiriente coherencia de su torturada prosa. Yo ignoraba la identidad y los avatares del autor de ese pequeño cuadro que prendía mi mirada entre bocado y bocado hasta que hace unos días Víctor Mira (Zaragoza, 1949), uno de los grandes pintores de vanguardia, se arrojó a la vía del tren cerca de Múnich. La casa de la que cuelga esa obra es la del editor Manuel Costa-Pau, quien en 1994 publicó en catalán una recopilación de los escritos autobiográficos del pintor: Trepitjant les flors (Llibres del Segle). Fueron las inquietantes crónicas periodísticas del dramático suicidio -que adjuntan la foto de un hombre enjuto y asustadizo-, junto a la inesperada noticia de que era el autor del cuadro que asomaba en mi rutina dominical, las que me empujaron de inmediato a la lectura del libro, olvidado en un estante. Temía hallar en él la indigerible y pomposa sarta de necedades que caracteriza a la mayoría de pintores modernos que le dan a la pluma, pero me encontré subido a una salvaje e imparable locomotora de dolor, creación y muerte. Esa locomotora, de una brillantez literaria deslumbrante, pasó ante nosotros hace años despertando la misma indiferencia que las primeras telas del pintor. Los lacerantes textos de Mira, preñados de augurios suicidas y descarnadas confesiones familiares, parecen certificar que su reciente fallecimiento no debe remitirnos necesariamente a una derrota, sino a una consecuencia dolorosa y coherente de su arte.

El pintor Víctor Mira, que murió en Alemania arrollado por un tren, previó su propio final en unas notas autobiográficas

Mira jamás pudo evitar que las imágenes familiares que siempre trató de olvidar perturbaran, "como un vómito de la memoria", sus momentos de tranquilidad. "Para mi padre yo era una desgracia, una pura mierda, algo que veía crecer con horror. Por eso el día en que, por fin, pude valerme sin asirme a nada, lloró de rabia". Cuenta el pintor que la única ocasión en que su padre se interesó por él de verdad fue para cerrarle su último refugio: la pintura. Su progenitor, que le pegaba a menudo, odiaba los ratos de "felicidad autónoma" que Mira disfrutaba en un taller que improvisó en la casa. Cuando el padre decidió cerrar ese cuarto con llave, sin darle la menor explicación, el joven Mira osó abrirlo con la punta de un tenedor doblado. La represalia llegaría al segundo día. "Entonces mi padre, sin mediar palabra, disparó su puño contra mi cabeza. Por un instante no supe lo que me pasaba. Mi cerebro saltaba a la deriva contra los tabiques del cráneo". Ese padre brutal, que dedicó cinco años a trabajar como barrendero "para quitar el olor de la sangre de la guerra de las calles de Zaragoza", se encerraba a oscuras con la Quinta sinfonía, de Beethoven. "Aquélla era para él la música mejor para acallar el sonido de las explosiones y el crepitar de las ametralladoras de la guerra que todavía tenía enquistados en el cerebro y no le dejaban vivir".

De su madre, en cuyos ojos encontraba a veces "un paraíso de amor y bendiciones", Mira recuerda la obstinación en hacerle invocar la ayuda de los muertos buenos, mientras rogaba a los malos que permanecieran en sus frías tumbas. Sólo tras conocer la traumática infancia de Mira puede entenderse que escogiera una forma de suicidio que parece transportarnos a los tiempos de la miseria moral de la posguerra.

Produce escalofríos leer la confesión de otro intento de suicidio: "... un día, con toda la desolación de la necedad, puse mi cabeza sobre los raíles y esperé, rodeado de adioses, la llegada del tren". Como en un trágico guión que cumplió a pies juntillas, Mira relacionaba su propia destrucción con la de su taller, que ardió horas antes de su muerte: "... cuando las dos muertes, la de mi taller y la mía, se fundieron, nacía yo como artista tal y como soy ahora...". Creación y destrucción forman los eslabones de la cadena que lo aprisiona: "Siempre me he amenazado de muerte, para así saborear mejor los instantes de creación, que yo siempre veo como los últimos. Cada pincelada puede ser la última".

Observo con nuevos ojos, quizás más tristes, ese pequeño cuadro que acompaña mis sobremesas de domingo. "Se aprende mucho más viendo una cosa cada día que no viendo muchas una sola vez y de pasada", advierte Mira. Diría que es una obra atípica: no hay en ella cruces, calaveras o cuervos, sus símbolos habituales. Se trata de una especie de sopa de letras mayúsculas en la que la frase "Visca l'Amor", repetida por dos veces con cierta simetría, ha quedado descoyuntada, como un cubo de Rubik a medio componer. Cómo pudo pintar esa animosa proclama alguien capaz de escribir esta frase lapidaria: "Niego que en mí exista ningún tipo de vida y me horroriza no estar muerto y estar obligado a sentir cómo la asquerosa vida late en mí como un animal antiguo". El pasado lunes no estaba junto a la vía el individuo desconocido que en su anterior intento de suicidio le cogió por el cuello de la chaqueta y lo alejó en volandas de una muerte segura. "Primero debes luchar y después, si quieres, ya te suicidarás", le recriminó. El doliente fragor de sus creaciones demuestra que se enzarzó en esa lucha suicida hasta la última gota de sangre. O de pintura.

[Víctor Mira recibió sepultura ayer en el cementerio de Montjuïc, tras una ceremonia religiosa a la que asistieron unas 60 personas].

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