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Columna
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Trucos viajeros

"Viajar es una especie de humanismo", recordaba el profesor de Filosofía Manuel Cardenal Iracheta a sus alumnos. Se lo escuchamos detrás del pupitre prolongado, en las aulas de la Universidad, cuando estaba en la calle de San Bernardo y pasar la frontera suponía un propósito casi inalcanzable. Tiempos de guerra, ocupación, dificultades, pasaportes y visados de penosa obtención. Aún era válido el carácter didáctico de las excursiones ultrafronterizas, porque circular con el petate al hombro suponía entrar en otro mundo diferente, encontrarnos con singularidades que iban desde la forma de vestir a la manera de comer de los visitados aborígenes. La verdad es que en esos tiempos que ahora recuerdo la Europa de los cuarenta era poco atractiva e incómoda, pero conservaba encantos de aventura excepcional.

En nuestros tiempos, desplazarse a cualquier rincón del planeta está al alcance de cualquiera. Una asistenta social me contó que, durante la visita a un poblado de chabolas, vio la rechoncha figura de un pequeño elefante de madera con la trompa ortodoxamente erguida. "Mi sobrina Candela me lo trajo de Bancó", explicó la vieja gitana, que refirió con detalles la excursión tailandesa de su parienta.

Para cualquier desplazamiento largo se echa mano de las agencias especializadas, aunque dudo que sepan orientar a los turistas con indispensables y acertados consejos. Conviene ilustrarse, sobre todo si el destino es remoto. Uno piensa, con cierta nostalgia, en los grandes viajeros de tiempos pasados, cuando la referencia era el consignatario de la Agencia Cook, que solía coincidir con la representación de las máquinas de coser Singer; en los grandes baúles, los cestos de palma, las extravagantes sombrereras, el complicado atuendo de los exploradores de ambos sexos para adentrarse en las selvas africanas o asiáticas, expuestos a mil peligros mortales, entre los que contaba el ser merendado por los caníbales. Hoy lo peor que nos puede suceder es que nos extravíen la maleta en un transbordo o perder un enlace transatlántico.

Aunque se ha reducido mucho la duración de los peregrinajes, turísticos o de negocio, el viaje en sí constituye una parte considerable y merece la pena disponer de buena información antes de colocarnos el cinturón de seguridad en los aviones. Mi último viaje a México, en clase turista, resultó casi confortable gracias a la confidencia de una azafata amiga, que me sopló la fila y el asiento recomendables. Siento haberlo olvidado, pero se encontraba junto a una de las salidas, con espacio suficiente para que accedieran al pasillo los dos viajeros inmediatos. La ubicación en cuanto a la pantalla cinematográfica es excelente, sin el obstáculo de un pasajero corpulento delante.

En el terreno de los vuelos domésticos, en compañías competitivas he de poner en guardia a las personas tullidas o con problemas locomotores -los cojos, vamos, por la causa que fuere- porque en los McDonnell Douglas han tenido la ocurrencia -que espero subsanable- de dedicarnos la fila 32, en la dicha clase económica. Horrible despegue, porque justamente se encuentra junto al pequeño bufé donde los tripulantes de cabina preparan las bebidas y refrigerios del pasaje. En ese lugar vibran los reactores, cuyo estruendo, mientras el avión rueda por la pista, espera turno e inicia el vuelo, es casi insoportable. En clase preferente también tienen asignado un espacio los discapacitados, aunque parece que sin el susodicho tormento. Quiero creer que esa atribución es fortuita, y aviso de que no se trata de malevolencia a la hora de despachar el billete o del arbitrio de las azafatas. Una vez alcanzada la velocidad de crucero pude cambiar mi sitio, pues algunos había. En el vuelo de regreso me ahorré el horrísono estrépito. Espero que la compañía Spanair, que utiliza esos aparatos, reconsidere el asunto.

Los veteranos viajeros de los grandes expresos solicitaban determinados compartimentos donde las literas no se encontraran sobre el eje de las ruedas. En algunos trenes rápidos hay que conocer el paño para no realizar medio trayecto a favor y el otro contra la dirección del tren. Un conocido, bastante pagado de su comodidad, no reparaba en descender hasta el soborno para disponer de un asiento lejos de niños de dudoso comportamiento. Además, en los recorridos diurnos solía llevar un buen bocadillo hecho en casa. El viaje, en sí, ya es una experiencia que puede resultar soportable e incluso amena, si conocemos algunos trucos. Los hay.

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