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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Alarmante Afganistán

Afganistán es un Estado sólo en el nombre. Por un lado está Kabul, bastión del presidente Hamid Karzai, protegido por tropas internacionales, y por otro está el resto del país, dominio de brutales y corruptos señores de la guerra que basan su poder en las milicias o tribus que aglutinan. El abismo entre la capital y el resto, donde habita la gran mayoría de los 20 o 25 millones de afganos, es un reto decisivo para conseguir hacer de Afganistán un Estado viable.

Karzai no ha conseguido hasta ahora extender su poder más allá de Kabul, lo que no es extraño si se considera el ridículo número de soldados puestos a su disposición por las Naciones Unidas (5.500 más un reciente refuerzo alemán de otros 500). El precario Gobierno afgano espera que la Constitución, cuyo borrador de 160 artículos será debatido el mes próximo por una asamblea de notables, ayudará a estabilizar y unificar el país. Pero, por el momento, esto es sólo un deseo. Esa Constitución contempla una república islámica presidencialista y un Parlamento bicameral, con una cuota femenina y de elección directa en su Cámara baja. Estipula que no habrá leyes en contradicción con el islam, pero no impone la sharia y otorga a un Tribunal Supremo la última palabra en cuestiones legales. Prohíbe la formación de partidos políticos basados en la etnia, el lenguaje o la religión, y es difusa a propósito de la decisiva relación entre el poder central y las provincias. Dista de estar claro cómo se protegerán los derechos de los afganos corrientes, especialmente las sojuzgadas mujeres.

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Dos años después de la caída de los talibanes, el escenario donde debería aplicarse esa Constitución es un lugar casi tan inquietante como entonces, en el que, según la ONU, se ha disparado el cultivo del opio -fuente de financiación privilegiada de jefes y pistoleros locales-, donde no existe ni siquiera un embrión de Ejército nacional, compiten media docena de etnias y la cuarta parte de sus niños no alcanza la edad de cinco años. El vacío de seguridad es total, y ejércitos de corte medieval como los talibanes y sus socios de Al Qaeda comienzan a reagruparse al calor de un territorio sin ley, bordeado por países gobernados en su mayoría por el despotismo oriental.

El Banco Mundial calcula que Afganistán necesitará entre diez mil y veinte mil millones de dólares en una década, pero el Senado de EE UU acaba de aprobar sólo 1.200 millones.

Sacar este país de su crónico ciclo de miseria, desmembración y guerra es tarea mucho más ardua de lo que Bush previó cuando se lanzó al asalto de los talibanes. Los errores de la Casa Blanca también han sido aquí espectaculares: desde el despacho inicial de pocos soldados hasta su prematura declaración de victoria, desmentida por los hechos, pasando por su desidia para instalar una fuerza multinacional capaz de consolidar al Gobierno de Kabul.

Sin un decidido apoyo internacional, ríos de dinero y aumento de tropas, Afganistán no será un Estado viable; mucho menos, democrático. Pero es probable que sea sólo

una cuestión de tiempo el que EE UU y sus aliados vuelvan a dejar a Afganistán a su suerte.

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