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Columna
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Compañeras

Tengo su mano en mi mano y con la otra en su cintura simulo mover su cuerpo al son de El gato montés. Ocurre en marzo de 1963, y ambos estudiamos Derecho en la Complutense. No son los tiempos de la rebelión en las aulas ni de la exaltación abierta del erotismo, que llegarán demasiado tarde para alterar nuestro rumbo. "La juventud se fue en un soplo", comentamos esta tarde de otoño de 2003 al mirar las fotos de cuarenta años antes, cuando celebramos el paso del ecuador en un antro de la calle de Ferraz. En aquellos felices sesenta, primavera de nuestra vida, ella y yo bailamos el pasodoble sin rozarnos, somos pánfilos y creemos en Dios. Pero, mientras ella es empollona y, después de ganar las oposiciones a técnicos de Administración Civil, entrará en el Ministerio de Justicia, yo pertenezco a la tuna. Con lo que digo bastante.

Mi padre era de Calahorra, vino a Madrid con la República y conoció a mi madre en la verbena de San Antonio de la Florida. Bajo un dosel de cadenetas, a la orilla fétida del Manzanares y pocos meses antes de que el cercano Puente de los Franceses se convirtiera en santuario de la resistencia miliciana contra el Alzamiento, bebieron sidra en Casa Mingo y, tras escuchar la peripecia de una violetera enamorada de un gorrión sentimental, se comprometieron con los ideales revolucionarios de la igualdad de los sexos que la insurrección franquista desbarató. Esa sensación de que algo se te malogra sin haberlo probado siquiera ya la había experimentado mi abuelo, aunque en un escenario diferente, cuando, en uno de sus periódicos viajes de negocios a la capital con su muestrario de camisas de fantasía, le sorprendió la muerte con los pantalones bajados, cantando los cuplés de La gatita blanca con dos despechugadas de Coria en el Salón Japonés de la calle de Alcalá.

Entre las muchas cosas que yo ignoraba cuando agitaba la pandereta de Clavelitos ante el Generalísimo, añado hoy las propiedades terapéuticas del pasodoble. Lo aborrecí de mozo por haber fatigado con la Estudiantina portuguesa a todos los públicos, pero a mis compañeras de Derecho les encanta oírlo. Tal vez por estar más acostumbradas que yo a los aparatos de gimnasia para cincelar la silueta -todos sabemos que bailar un pasodoble equivale a caminar por una cinta sin fin-, esta tarde de otoño de 2003 en que festejamos la concesión de la medalla de oro de la ciudad a uno del curso, han dejado de contemplar las fotos de la melancolía para lanzarse a la pista del Casino de Madrid con la música de Suspiros de España. Cada una baila a su estilo, sin pareja. Cada una tiene su historia, pero todas son heroínas de una revolución menos llamativa que la política o la erótica: todas han roto con la tradición de quedarse en casa y sólo se cuidaron de que un caballero no les estropeara el plan. Han sido esposas, madres y abuelas al mismo tiempo que abogadas o funcionarias, cumpliendo la proeza de compaginar el hogar y el trabajo. Muchas veces, seguramente, sentirían la tentación de acogerse al modelo patriarcal. Pero quizá les movió a mantenerse firmes la necesidad de educar al hombre de sus sueños en unas formas diferentes de las heredadas. No iban a renunciar a sus aspiraciones por un marido, pero no querían negarle al suyo la oportunidad de compartir ese proceso.

Con todo, acaso su mayor victoria sea que sus hijas se licencien en Arquitectura o Agrónomos sin crítica ni recelo de la sociedad masculina. Con la misma mala estrella de mis antepasados, yo frustré mi vocación al suspender las oposiciones a percusionista de la Sinfónica, por lo que sigo tocando la pandereta en bodas y bautizos familiares o en reuniones como éstas, embalsamadas por la nostalgia. Alejándose de su grupo en la pista de baile del Casino, se me acerca la funcionaria del Ministerio de Justicia, aquella aplicada con la que bailé El gato montés en el paso del ecuador, y con una sonrisa que no necesita palabras me obliga a emparejarme con ella en la danza continua e imperecedera del pasodoble. Porque no puedo negarme a recoger su mano, se la tomo y, tan separados como entonces, recorremos la encerada superficie una y otra vez, adelante y atrás, en un trasiego monótono que a ratos adornamos con una circunferencia. "¿Nunca se termina esto?", le pregunto admirado, como si fuera un antídoto contra las interrupciones de la vida. "Ya no tiene vuelta de hoja", afirma categórica, pero -siempre mujer- temerosa de aburrirme.

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