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Columna
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Sirvientes

UN CARTERO algo alcoholizado, una anciana chismosa, un párroco rural más bien cateto, un palurdo campesino con achaques piadosos y un pícaro golfillo en pos de mejor fortuna son los personajes utilizados por Pierre Michon en Señores y sirvientes (Anagrama), para acechar el misterio de algunos de los santos de su devoción artística, que, a tenor del orden de los antes descritos espías por él a medias imaginados, son respectivamente Vincent van Gogh, Francisco de Goya, Antoine Watteau, Lorentino d'Angelo -discípulo casi olvidado de Piero della Francesca- y Claudio de Lorena. Nada hay, empero, en este maravilloso relato de recreación biográfica de artistas del pasado, de la pomposa mitificación practicada por la innumerable tropa de escritores contemporáneos dedicados a novelar las vidas de célebres maestros, quizá porque están fascinados por el relumbre de la fama con que nuestra época ha convertido a los otrora sirvientes en heroicos señores. Y es que para Pierre Michon el único misterio de estas existencias sin misterio se agota en dilucidar su incomprensible y absurda vocación y no en ensalzar las mediocres hazañas de su fatigoso destino servil.

De esto se percató, por ejemplo, el factor provenzal Joseph Roulin, compañero de francachelas en Arles del alocado Van Gogh, que no en balde lo retrató varias veces con su gorrilla postal y con su flameante y rizada barba republicana que le caía en cascada sobre el pecho. Es cierto que este achispado cartero no entendía un ardite sobre arte y, aún menos, apreciaba la agónica belleza de los cuadros del holandés errante, pero, aun así, algo coligió sobre que la pintura "incrementa la opacidad del mundo y sacude hasta la muerte a estos servidores suyos en exceso crédulos con una danza violenta, festiva quizá, feroz, carente de sentido".

¿Por qué entonces el buen párroco de Nogent no habría de preguntarse, por su parte, con asombro, la razón por la que el exhausto Watteau empeñaba su minada salud en el absurdo propósito de "fingir las cosas y no conseguirlo del todo; y, cuando se consigue, sólo añadir fugacidad a la fugacidad, lo que no se puede tener a lo que no se tiene"; y -sobre todo, teniendo en cuenta- "cuán agotador es ese engañoso juego de luminarias y sombras?".

Entre tanto despropósito, ¿cómo saciar el ansia extravagante de quimera de estos señores al servicio de la nada? ¿Qué habrá después de esta fútil nadería del arte? Pues sólo lo que habría sido la naturaleza de no haberla pintado Lorena, ese paraje desolado que nos describe Pierre Michon en el último párrafo de su libro: "Hoy no hay polvillo mágico: sólo esta niebla densa, que enoja aún más, sólo las cosas aborrecibles, que llueven y nos atosigan. El galopar de los caballos no azotará nunca bastante la tierra. Maldecid al mundo, que él bien que os maldice". ¿Qué habrá después del arte? ¡Nada más que maldición! ¡Sólo un maldito mundo sin el menor extravío!

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