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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Lluvia, fango, rugby

De puntillas, pasando por el dobladillo de la información, desde hace más de un mes se juega en Australia el Mundial de rugby. Cierto que el balón ovalado no es muy popular entre nosotros, y que Oceanía nos queda muy lejos, pero ahora que el campeonato toca a su fin -el próximo domingo se juega la final entre Inglaterra y Australia-, me gustaría cantar la gloria de esos héroes de la mêlée y la touche, del ruck & moul, del placaje y la finta ligera. Me gustaría recordar los grandes nombres que de forma casi clandestina vamos a retener de este mundial: la explosiva fuerza de Wendell Sailor, el ala navegante de Australia, junto con las cabalgadas de caballo loco de su zaguero Mat Rogers; el coraje del gran Keith Wood, pilier de Irlanda que nos hizo soñar con una victoria frente a los australianos; la destreza del capitán inglés Jonny Wilkinson, con ese estilo de patear -juntando las manos- que convierte cada golpe de castigo en una plegaria atendida. Quiero cantar también el dominio avasallador de los All blacks de Nueva Zelanda hasta que toparon con Australia: sus cantos maorís me siguen poniendo la piel de gallina -"ka mate ka mate kaora kaora", es la muerte, es la muerte, es la vida, es la vida- y su talonador Keven Mealamu jugó siempre con estilo e inteligencia. No quiero olvidarme de la línea de Francia, esos pases mágicos (como si su entrenador fuese David Copperfield), ni de esos pequeños países del gran rugby, Samoa y Tonga y Fiji. Recuerdo también a Gales y Escocia, a los pumas argentinos y a los springboks de Suráfrica, y todos ellos, pienso, han compuesto un mundial precioso.

Se escuchó el 'God save the Queen' y las cámaras enfocaron los rostros tensos y congestionados de los jugadores. Dallaglio lloraba

Si ahora rememoro esos nombres y hazañas es porque durante semanas pude vivirlas en directo, sentado frente a una cerveza en uno de los innumerables pubs que hay en Barcelona. El George & Dragon, el Michael Collins, el The Quiet Man, el Tavern, el Flann o'Brien o el P. Flaherty, entre muchos otros, ofrecen habitualmente encuentros de fútbol y rugby para su clientela. El pasado domingo, por ejemplo, me acerqué al Flaherty, el pub irlandés de la plaza de Joaquim Xirau, cerca de Las Ramblas, para disfrutar con un encuentro que es mucho más que un simple encuentro: Francia-Inglaterra, nada menos, y en semifinales de la copa del mundo. El sábado, Australia ya había conseguido ser el representante del hemisferio sur en la final, y ahora faltaba decidir quién simbolizaría al hemisferio norte. A lo largo de la semana, los periódicos ingleses, fieles a su estilo, recordaban Waterloo, y los franceses les emulaban reviviendo la batalla de Azincourt narrada por Shakespeare en Enrique V: "Orgullosos de su número y con el alma invulnerable". Un periodista de The Independent contaba que en París le habían servido un sándwich con dos servilletas: la segunda es para que se seque las lágrimas el domingo, fue la explicación del camarero.

Cuando llegué al Flaherty, a las diez menos cuarto de la mañana, en Las Ramblas sólo se veían turistas. El día era gris y lloviznaba, y al entrar en el pub, con sus tarimas de madera, sus pintas de Guinness servidas en la barra y ese aire de taberna de El hombre tranquilo, me dio la impresión de que me refugiaba realmente en algún local de Dublín. Unos amigos me habían guardado un asiento. El local estaba ya repleto de gente y me pregunté si todos serían ingleses (adoptados excepcionalmente por el pub irlandés). Minutos después obtuve la respuesta, cuando en las pantallas gigantes aparecieron los dos equipos sobre el césped de Sidney y sonaron los himnos nacionales. Se escuchó primero el God save the Queen, y mientras las cámaras enfocaban los rostros tensos y congestionados de los jugadores ingleses -Lawrence Dallaglio, con sus 193 centímetros y sus 109 kilos lloraba de emoción-, a mi alrededor algunos aficionados entonaron con ellos las notas solemnes. La sorpresa llegó con La Marsellesa, porque de repente saltaron las voces de un montón de franceses que cantaron ya desde el primer momento: "Allons enfants de la patrie..." Los ingleses se miraron y guardaron un silencio respetuoso.

Empezó el partido. En Sidney saltaban chispas y a los tres minutos un par de jugadores ingleses ya llevaban la camiseta rasgada. Los franceses atacaban con ganas, el ensayo estaba cercano, y en el Flaherty sus aficionados les empujaban: "¡Allez les Bleus, allez les Bleus...!". Jóvenes estudiantes de Saint Étienne, Montpellier o Clermont-Ferrand, pongamos, se sentían como en casa. Los ingleses temblaban y sólo cuando en Sidney los aficionados cantaban el Sweet Chariot, por ejemplo, en el Flaherty se contagiaba el júbilo. Llegó un ensayo francés y entonces en Australia también empezó a llover. Se empañó la pantalla del televisor y los ingleses se sintieron más a gusto. Lluvia y fango. Poco a poco Wilkinson puso las cosas en su sitio: con cada una de sus transformaciones, los aficionados llenaban el Flaherty de gritos y aplausos. Pese a no conseguir ningún ensayo, al final venció Inglaterra por 24-7. Nuevas cervezas fueron encargadas en esa hora feliz y Barcelona parecía un lugar ideal para jugar al rugby. Verdes prados de césped nos esperaban en las afueras. Cuando salimos de nuevo a la calle, las nubes habían escampado, pero abrimos los paraguas por puro empeño.

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