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Tribuna
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El negocio audiovisual

La credibilidad es un recurso de poder básico para los gobiernos, en ella fundamentan gran parte de sus acciones políticas, pero en el caso del audiovisual la posición desrregulatoria y de parcheo que mantienen nuestros gobernantes es captada por los ciudadanos como incoherente y alejada de sus necesidades e intereses, lo que conlleva la tan temida pérdida de credibilidad.

En España no se ha definido nunca un modelo audiovisual, pero sí tenemos una realidad audiovisual configurada a partir del Estatuto de RTVE por leyes que se han ido superponiendo, unas dictadas a remolque de las directivas de la UE y otras a golpe de decisiones políticas coyunturales tomadas al margen de las aportaciones de todos los protagonistas del sector, salvo personas muy concretas dentro de ese sector.

"En algunos programas parece que la finalidad no sea entretener sino obtener ingresos"

Si en el 2001 el partido en el gobierno pensó adoptar una iniciativa legislativa que configurara el marco legal regulador de todas las actividades audiovisuales mediante la ley española del audiovisual, cuando se acerca el final de 2003 este horizonte general en España, cada día se ve más lejano desde la convicción de que el laissez faire también es una decisión política.

Esta carencia tiene consecuencias muy graves, no sólo porque la convergencia entre los sectores audiovisuales y de telecomunicaciones afecta al negocio, a los aspectos económicos, así como a los culturales y sociales, sino también porque han surgido nuevas dificultades de tipo legal. La falta de regulación y no su exceso sitúa nuestro país en una crisis permanente del audiovisual. Se fuerzan liberalizaciones antes de que haya marcos regulatorios adecuados. Se fuerzan privatizaciones de empresas públicas antes de la existencia de marcos adecuados de competencia y regulación.

Esta indefinición nos afecta como ciudadanos cada vez más perjudicados, máxime cuando se trata de derechos económicos, pero también de derechos fundamentales. El panorama de convergencia de las nuevas tecnologías con la nueva economía y lo audiovisual trae consigo el incremento de información y de interdependencia; luego es el escenario informacional, el de contenidos, tanto en su sentido económico como social, el que está en juego. En este escenario interactivo y de contenidos, la sociedad demanda mayor protección de sus derechos básicos.

Si nos fijamos en los nuevos contenidos vinculados a nuevos formatos que entran en las programaciones de las distintas televisiones en España, resulta sospechoso constatar cómo han perdido su dimensión cualitativa animados por esta etapa de convergencia. Incluso la palabra "comunicación" con todo lo que representa de transmisión de valores, interacción y cooperación, se ha caído de la foto, en una especie de salto al vacío entre la pura información, en un extremo, y la hiperrealidad y la virtualidad en otro.

Los programas de telerrealidad -escorados hacia la "telebasura"- no son un hecho aislado. Su imparable extensión a gran parte de la programación va en aumento desde hace tiempo, pero para los ciudadanos "de a pie" este tipo de programación ha alcanzado ahora su masa crítica. En algunos de estos programas parece que la finalidad perseguida no sea el entretenimiento y mucho menos la información, sino la obtención de abundantes ingresos por parte del que presta el servicio, haciendo un mal uso de la participación de personas concretas en concursos, programas del corazón y otros. Así observamos que cuando los ciudadanos anónimos, sin notoriedad, se convierten en protagonistas y, en algunos casos, en auténticos iconos mediáticos, las cadenas, las productoras y estos nuevos protagonistas establecen contratos reservados de explotación de imagen y de cesión de la propia imagen que, en la medida que suponen renuncias de derechos de la personalidad o sean contrarios a la ley, el orden público o la moral, deberían ser depositados ante notario para garantizar los derechos de las personas que, por vinculación familiar o jurídica, tengan un interés legítimo en dicho asunto.

Los derechos de los ciudadanos reconocidos en nuestra Constitución, en el Capítulo II, artículos 18.1 y 20.4, tienen la peculiaridad de ser doblemente constitucionales porque son derechos sustantivos y porque establecen límites a la libertad de expresión; pero además, el artículo 51 compromete la defensa de los legítimos intereses económicos de consumidores y usuarios. Ahora bien, ninguno de los cauces para su protección (derecho de rectificación, protección civil con contenido indemnizatorio, protección penal, etc.) ha resultado eficaz en su aplicación ni fuertemente defendidos por nuestros gobernantes dentro de una ley marco del audiovisual, siendo los más débiles los de protección penal: para los atentados al honor (delitos de injurias y calumnias) para las intromisiones ilegítimas en la intimidad, para el acceso engañoso e ilegítimo a la explotación de la imagen o la cesión de explotación de la misma.

Se ha llegado a tal situación de deterioro y degradación que al entorno audiovisual le resulta indeseable operar con tantas incidencias y reclamaciones y todos los actores de la televisión se sienten incómodos. Incomodidad que la sociedad acusa por la falta de esa tutela efectiva que ha de ejercer el Gobierno sobre los derechos de los ciudadanos y no dejarla en manos de los que sólo miran la rentabilidad económica o la audiencia. Esa responsabilidad que no se ejerce merma la credibilidad de los gobiernos.

Si nos detenemos a observar lo que ocurre en los concursos radiofónicos, televisivos o en Internet, o en la combinación de todos con apoyo de la línea telefónica 906 para vehicular la audiencia, lo que vemos es que estos programas no tienen bases legales, ni la vulneración de su contenido contractual supone infracción alguna de normas que regulan el sector audiovisual, tampoco vulneran el ordenamiento jurídico, luego producen inseguridad jurídica a todos los actores implicados, principalmente a los concursantes o participantes.

Comprobamos a menudo, en los concursos, que el procedimiento seguido por las cadenas, productoras o empresas, para la elección del concursante, el desarrollo del juego, la elección del ganador y entrega del premio, es de total opacidad. En muchas ocasiones, se selecciona al concursante en función de unos objetivos de impacto en la audiencia, el desarrollo del juego responde a comportamientos preestablecidos o amañados; se elige el ganador trampeando el proceso sin criterios objetivos para los espectadores -lo que implica fraude-, se entrega el premio a espaldas de la audiencia sin intervención de fedatario público y sin hacer público en qué se concreta el premio -en metálico o en especie- y qué costes tributarios ha de afrontar el premiado al aceptar el premio.

Sin cambiar el punto de mira, fijémonos en la inexistencia de legislaciones específicas sobre las subastas o juegos de azar "on line", que está dado lugar a multitud de fraudes, tanto porque su acceso es engañoso como porque el resultado del juego es fruto de una componenda.

Los ciudadanos, sujetos de derechos, están exigiendo individualmente y a través de organizaciones de consumidores que por parte de los poderes públicos se adopten las medidas pertinentes para controlar los casinos virtuales convertidos en prósperos negocios del ciberespacio, dado que los informes más recientes han detectado en el juego "on line" una fuente de problemas para los adolescentes, principalmente el de la ludopatía entre los jóvenes que frecuentan Internet.

Para que el código penal contemple todos estos nuevos fraudes y delitos, para que se promulgue una ley marco del audiovisual y las Comunidades Autónomas desarrollen sus competencias dentro de este marco regulador, creen sus Consejos Superiores del Audiovisual independientes y con atribuciones sancionadoras ¿cuántos ciudadanos más han de ser lesionados en su honor a través de la divulgación ilegítima de hechos concernientes a su identidad o cuando se les difama o cuando se les hace desmerecer en la consideración ajena? ¿Cuántos ciudadanos más han de ser perjudicados en sus derechos objetivos de personalidad mediante las críticas, opiniones o revelaciones adversas?

El derecho a la propia imagen, es el derecho de todo ciudadano a decidir sobre su imagen, de tal forma que no pueda emplearse ésta con fin de lucro, sin su previo consentimiento. ¿Cuántas personas privadas, sin vocación ni proyección pública, han de verse involucradas en asuntos de trascendencia pública y a las cuales hay que, por consiguiente, reconocer un ámbito superior de privacidad? ¿Cuántas personas anónimas son entrevistadas diariamente en la calle y sus imágenes son reiteradamente utilizadas para apoyar tesis que no comparten o productos publicitarios cuyo fin lucrativo ha permanecido oculto?

¿Cuánta incomodidad más ha de soportar la ciudadanía impelida a participar en programas de telerrealidad sin garantías de protección jurídica?

A muchos ciudadanos, entre los que me encuentro, nos preocupa la presencia de estos contenidos por los valores que fomentan en la audiencia, pero también que no haya un marco claro desde el que intervenir para mejorar los contenidos y establecer garantías para la participación en directo de los ciudadanos que así lo deseen; además nos preocupa que la competitividad y el afán por la maximización de los beneficios se presenten permanentemente como mecanismos seguros de prosperidad y bienestar para todos. Es bien evidente que la eficiencia económica, si es que se da, no es la instancia legitimadora por antonomasia. El dilema es ético, jurídico y económico, pero también es político.

El autor sostiene que la falta de regulación

causa una crisis permanente en el sector

Marina Gilabert Aguilar es ex vicepresidenta del Consejo de Administración de RTVV

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