Cinco quintos con cinco marchas
En los primeros años 80, los estadios de media Europa habían sido ocupados por fornidos alemanes montados en la proteína. Venían de las distintas conexiones de la cuenca del Ruhr convertidos en paladines de una aventura llamada la reconstrucción y eran la prueba evidente de que los tecnócratas de Adenauer habían preferido la mantequilla a los cañones. Con la vena del cuello hinchada y los gemelos echando humo, llevaban la turbina en los pulmones, sonaban como la sierra mecánica y emulaban a Augenthaler, Briegel, Seeler y otros ingenios de la industria pesada. Bañados en linimento y fabricados con la misma carne de laboratorio, parecían barriles de cortisona.
A la vista de aquella romería germánica, el futuro estaba cantado: si la pasión por el músculo seguía extendiéndose, nos esperaban veinte años de bostezos, resoplidos, cerveza y aceite mineral.
En tal situación era imprescindible buscar una escapatoria por el solar más próximo; es decir, por el patio del colegio Calasancio. Allí, el joven perfumista Emilio Butragueño engañaba a las baldosas mientras meditaba sobre su futuro. No era grande ni fuerte, pero frente a otros futbolistas de escuela él podía valerse de dos ventajas: conservaba la frescura en el recorte y manejaba un poderoso motor de arranque. En una interpretación libre, sin duda representaba la aportación mecánica más celebrada del momento. Tenía quinta velocidad.
En el escalafón de juveniles del Real Madrid coincidiría con varios muchachos que aún recordaban las diabluras infantiles aprendidas a la intemperie. Rafa Martín Vázquez se había curtido las botas en el taller de los Escolapios, Michel se consagraba en el prestigioso Torneo Juvenil de Mónaco bajo la mirada complaciente de la princesa Carolina, Pardeza traía un regate supersónico y una baraja llena de comodines y Manolo Sanchís, hijo de aquel malabarista que le marcó a Suiza la cara y el gol en la Copa del Mundo de Inglaterra 66, era un bicho raro que disfrutaba de una habilidad excepcional: en pleno tumulto era capaz de apoderarse de cualquier balón o de cualquier cartera.
Sólo había que reunirlos. Si alguien los agrupaba en el mismo equipo, no representarían una suma de talentos; serían un fabuloso valor exponencial.
Fue don Alfredo di Stéfano, primo de Gepeto, sobrino de Martín Fierro y entrenador del Real Madrid, quien hizo posible el milagro. Se ajustó las gafas de lectura, creyó en aquellos novatos que podían integrase en una quinta, La Quinta del Buitre, y en diez minutos los catalogó, los llamó a filas y les permitió interpretar el juego en quinta velocidad.
Desde entonces, una nube de pólvora y mercurio se detuvo sobre Madrid. Luego, durante más de diez años, los goles empezaron a llover, tan limpios, tan simétricos y tan redondos, sobre los fondos del estadio Bernabéu.
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