Sombras de Alatriste
Al cabo de tres años (El oro del rey apareció en 2000), el capitán Alatriste regresa a la palestra con la quinta entrega de sus aventuras. La que en un principio iba a ser La venganza de Alquézar sale a escena finalmente como El caballero del jubón amarillo, esquivo personaje que, si el seudónimo no engaña, habría dedicado un soneto a Íñigo Balboa en el apéndice poético a El sol de Breda.
El Alatriste que ahora reaparece lo hace no sólo en los anaqueles de las librerías, sino también en el escenario de sus dos primeros lances, la Villa y Corte. Junto a personajes que, como don Francisco de Quevedo o el conde de Guadalmedina, no habían dejado de estar presentes en las últimas entregas, este retorno a Madrid devuelve al lector a otros viejos amigos del protagonista y de sus lectores, como Caridad la Lebrijana o el alguacil Manuel Saldaña, al igual que a los antagonistas del capitán, como el secretario del rey Luis de Alquézar, su sobrina Angélica o el contrapunto del propio Alatriste, ese álter ego en negativo que es Gualterio Malatesta. Además, como telón de fondo que a veces parece adquirir papel propio, cobra realce el viejo Madrid que con tanto detalle retrató el plano de Texeira y que en esta ocasión tiene, como puntos destacados, los corrales del Príncipe y de la Cruz, por un lado, y el Alcázar Real de Madrid y El Escorial, por el otro. Esta duplicidad de escenarios principales (a los que acompañan tabernas, mancebías y corralas) es fiel trasunto de un relato que se desarrolla en dos frentes: el del mundillo teatral que asiste al declive del viejo Lope y al afianzamiento del joven Calderón, y el de las intrigas palaciegas y conventuales en torno al destino de la que aún entonces parecía ser la monarquía más poderosa de la tierra.
EL CABALLERO DEL JUBÓN AMARILLO
Arturo Pérez-Reverte
Madrid. Alfaguara, 2003
352 páginas. 19,95 euros
La trama arranca de una relación amorosa (o más bien, galante) que deriva en abierta competición por los favores de una bella comedianta, María de Castro, quien mantiene relaciones con Diego Alatriste y a la que le surge otro pretendiente. Claro que para el capitán habría sido cuestión de poco momento, toda vez que su imbatible espada (que hasta deja trazos sobre el cuerpo de Lopillo, el hijo del Fénix, nada más empezar la novela) le garantizaba la exclusividad de las carantoñas de la actriz, si no fuera porque el nuevo rival no era otro que el mismísimo Rey Planeta, como la adulación cortesana dio en apodar al cuarto Felipe. Cuando la pasión se convierte en razón de Estado, las circunstancias pueden volverse harto complicadas. Si, además, hay quien pretende pescar a río revuelto, las consecuencias pueden ser impredecibles...
En estos lances de menos amor
que puntos de honra y de menos sentido del honor que ansias de poder, desempeña un papel fundamental, en parte a pesar suyo, Íñigo Balboa, encandilado una vez más por los perniciosos, por más que innegables encantos de Angélica de Alquézar. Pero además de este protagonismo en la acción, Íñigo lo desarrolla también en la narración. No sólo porque siga siendo él quien refiere estas aventuras, sino porque en este caso su punto de vista alcanza particular relevancia. En las anteriores entregas, aunque la voz era la suya, el acento era del capitán, y si desbordaba su posición de narrador testigo para pasar a serlo omnisciente, era en buena medida porque veía el mundo a través de los ojos del capitán. Ahora, sin embargo, Íñigo ha crecido y empieza a mirar y a juzgar por sí mismo. Su presencia se acrecienta y se distancia respecto de Alatriste, y aunque las andanzas de éste se relatan puntualmente, hay momentos en que, no el personaje, pero sí sus planteamientos parecen quedar en un segundo plano, acentuándose el valor de la mirada de Íñigo.
Detrás de este cambio de actitud narrativa hay una sabia decisión autorial. El personaje ha madurado y su forma de encarar la narración lo ha hecho con él. A la ingenua admiración hacia su mentor en las dos primeras entregas sucedió un toque de rebeldía en las dos siguientes y ahora éste se transforma en una actitud que, sin perder un ápice de la lealtad que la amistad exige a los héroes cansados de Pérez-Reverte, refleja también su distanciamiento, su discrepancia incluso. Esta postura no es gratuita, porque Alatriste ya no es tampoco el brillante espadachín admirado y admirable... ahora surgen las reservas, porque el capitán, sin perder el carisma que le ha hecho ganarse el aprecio de tantísimos lectores, muestra también su lado oscuro, urdido de pasiones incontroladas, de testarudez y de orgullo. Gualterio Malatesta, al que se enfrenta una vez más, deja aquí de ser esa pura versión en negativo comentada arriba. Ahora no resultan tan distintos. El retrato de Alatriste ya no es tan luminoso... en él también hay claroscuros.
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