El milagro de la transparencia
Una exposición de acuarelas del catalán Xavier Valls (Barcelona, 1923) es una cita artística en sí misma imprescindible para un buen aficionado, pero que ahora aumenta su sentido emotivo al cumplir el pintor 80 años y haberse publicado la edición en catalán de sus memorias, La meva capsa de Pandora (Quaderns Crema), un hermoso relato autobiográfico por el que además desfilan muchos protagonistas de la cultura europea de la segunda mitad del siglo XX, habiendo residido Valls en París desde fines de la década de 1940. Pero el principal testimonio del pintor es su obra plástica y a él hay que remitirse, sobre todo, porque Valls lleva pintando más de medio siglo y lo continúa haciendo ahora, como lo demuestra esta exposición de acuarelas, una treintena, todas fechadas a partir de 2000.
Valls nos adentra en el misterio inolvidable de la frágil y conmovedora piel que recubre la realidad visual cotidiana
Pero ¿cómo contar de un plumazo una trayectoria tan extensa e intensa como la de Xavier Valls, que además sigue activo hoy en la plenitud de su talento? En primer lugar, hay que aclarar que pertenece, en nuestro agitado mundo, a esa rara especie artística de los creadores que evolucionan sin hacer mudanza, abocados a dar profundidad a lo que perciben y sienten, los que ahondan en su ser y en su lenguaje pictórico, éste cierta vez atisbado como una revelación definitiva desde un tiempo, por así decirlo, inmemorial. En realidad, se puede afirmar que Valls carece de otro tema que no sea la pintura, aunque subsidiariamente se nos muestre como un prodigioso autor de bodegones y paisajes, el circunstancial asidero de quienes han hecho profesión de fe artística en el empeño de captar y representar la luz, la sutil transparencia que envuelve y refulge lo más íntimo de nuestra visión cotidiana. En este sentido, su pintura es un refinado tejido de atomizados golpes de pincel, de granulación puntillista, lo que da a sus composiciones figurativas el aura y la quietud poéticos de un Seurat. Otras referencias manejadas para explicar los fundamentos de su pintura, como los modelos de Morandi y Balthus, o, en un plano más general, el del clasicismo mediterráneo, tan bien arraigado en su Cataluña natal, desde Sunyer a Miquel Villa, no nos sirven sino como puntos de coincidencia o afinidad, ni los bodegones de Valls tienen la técnica de Morandi, ni su forma de inmovilizar las figuras posee el desgarro surrealista de Balthus, ni, en fin, su manera, tan sutil y refinada, de transparentar la evanescente atmósfera cromática concierta con el terroso empaste de Villa.
De manera que, para encarar la
pintura de Valls, hay que centrarse efectivamente en la muy particular pintura de Valls, que le pertenece con acendrado sentido personal, porque no ha dejado de hacerla progresivamente suya. Esto es algo que resplandece con hermosa elocuencia en las acuarelas que ahora nos presenta, porque esta técnica de frágil y delicada delicuescencia le va como anillo al dedo a este pintor de toques tan elegantes como precisos. En estas acuarelas de paisajes entrevistos en una línea de horizonte media, con alineaciones bien escalonadas de árboles que pautan rítmicamente el trasfondo montañoso, o de bodegones de maravillosa arquitectura frutal entre cuencos de cerámica que acopian luz, borbotean colores justo en el límite en que su hervor aún no ha roto la evanescente materialidad de su realidad como objetos, cosas, perspectivas. Se produce entonces una emoción, que emerge, lenta, desde los estratos más íntimos y profundos de nuestra sensibilidad, tocada por el hermoso espectáculo de la parpadeante belleza que así pictóricamente nos es mostrada por Valls, un artista que decididamente nos adentra en el misterio inolvidable de la frágil y conmovedora piel que recubre la realidad visual cotidiana, tanto más invisible cuanto más próxima, desvelamiento de ese instantáneo milagro de la transparencia luminosa hecha pintura.
Xavier Valls. Galería Juan Gris. Villanueva, 22. Madrid. Hasta el 5 de diciembre.
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